De acuerdo con los diccionarios etimológicos, la palabra “obsceno” proviene del latín, lengua en la que, en un principio, se refería al ritual. En efecto, lo obsceno era lo siniestro del rito sacrificial, algo terrible o impuro que no debía ser visto. Puede considerarse, al respecto, su probable relación con una antigua raíz “scae” [porque la palabra primitiva era “obscaenus”], que se asocia con los malos presagios.
Ya en latín, sin embargo, se le otorgó a la palabra una etimología popular que la relacionaba con la “escena”. Se creía, así, que lo obsceno era lo que debía estar fuera de la escena, eso –y aquí sí retomaba el sentido original– que no debía ser visto. Por caso, el momento en que Edipo, el protagonista de la obra homónima de Sófocles, se pincha los ojos (tras enterarse de que fue él quien mató al rey antes de casarse con la reina viuda, y de que el rey y la reina eran su padre y su madre biológicos), ocurre fuera del escenario. Edipo se ausenta y, al regresar a la escena, ya está ciego y cubierto de sangre.
Si se acepta esta última etimología (que, insisto, es una etimología popular falsa, pero útil para desarrollar mi argumento), los medios saben muy bien qué se puede mostrar y que no. O, siguiendo con el razonamiento inicial, qué es obsceno. Aunque no voy a nombrarlos, todos recordamos casos escandalosos en los que la prensa osó mostrar lo que no debía ser mostrado.
La mayoría de esos casos se relacionan con los cuerpos agraviados o mutilados de personas muertas. Y la lógica que orienta esa concepción de obscenidad, si se me permite la relación, tiene que ver con lo que la propia palabra significaba en su origen más primitivo: algo del orden de lo sacrificial, en el peor sentido del término.
Visto desde esa perspectiva, solo esos cuerpos quedan listados –al menos, para nuestra sociedad– en el registro de lo que no debe ser visto. O, invirtiendo la ecuación, los cuerpos muertos sin violencia admitirían sin mayor problema ser expuestos.
Esto último es lo que ocurre, por ejemplo, con los cuerpos momificados naturalmente hace milenios y que son exhibidos en distintos museos del mundo, como el Museo de Momias de Guanajuato o el British Museum de Londres. O con la famosa niñita Rosalia, en las catacumbas de los Capuccini de la Palermo siciliana. Y es también lo que ocurre con la exposición mediática de los cuerpos muertos en un ataúd.
Me pregunto, con todo, si no debiera asociarse lo privado con eso que no debe ser visto. No por impuro, claro, sino porque debería estar –por privado– fuera de la escena pública. De hecho, lo obsceno, lo que no debe estar en la escena (es cierto, no es ésa la verdadera etimología) provoca en el espectador un cierto pudor cuando se le muestra. La sensación de que se está traspasando una barrera inconveniente.
Hace apenas un par de semanas falleció un ex presidente de la Nación. La fotografía del ataúd con su cuerpo muerto –decir “cadáver” es todavía más penoso, creo– apareció en casi todos los medios gráficos. No es, por supuesto, la primera vez que los medios muestran un ataúd en el que se vislumbra el rostro muerto de un personaje público. Tampoco, probablemente, será la última.
Pero tengo la profunda sensación de que mostrar a quien ya no puede negarse a ser mostrado es una extraña forma de violación de los derechos. Aunque quien murió haya sido, en vida, un personaje público. Pues me parece –sí, lo que diré no deja de ser controvertido– que la muerte es definitivamente privada. Y, como es privada, su publicación termina siendo obscena, en el sentido de la falsa etimología de la palabra.
Hasta se me ocurre que, por las dudas, los medios debieran evitar esas fotografías. No vaya a ser que convoquen el sentido etimológico primero de lo obsceno y les traigan mala suerte.
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.