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Demoliendo series

Hace unos años me contaron una anécdota que me pareció interesante para ejemplificar la posición de un artista.

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Hace unos años me contaron una anécdota que me pareció interesante para ejemplificar la posición de un artista. El protagonista era Charly García, cuya obra no me produce la más mínima atracción y cuya vida parece un ejemplo tardío del músico romántico adaptado a los tiempos de decadencia estética que corren. Pero la anécdota, por mínima e ilustrativa, no cayó en el olvido. Me contaron que García iba de una fiesta a otra, conversaba o monologaba durante un rato, consumía de lo que le ofrecieran, y al rato empezaba a ponerse nervioso, sus dedos larguísimos tamborileaban sobre sus rodillas huesudas, y al rato pegaba un salto y se sentaba en el piano y empezaba a tocar: y entonces se tranquilizaba. Por supuesto, el piano no es un instrumento que abunde en las casas del común de los mortales, así que tal vez las fiestas que menciono en la anécdota fueran una sola, y la casa tal vez la propia o la de un músico amigo o uno de su banda.

Salvando toda distancia, a mí me pasa lo mismo que a él (García). La proximidad del fin de un libro me parece una alborada en la que haré todo lo que no hice hasta el momento, el comienzo de un reino de libertad en el que estudiaré gramática, griego, latín y japonés, haré deportes, estudiaré física teórica, bucearé y etcétera, pero apenas concluido ese libro (u otro, o el siguiente) se abre un período de vacilación donde el hacha de la incertidumbre no quiebra el mar congelado de la ilusión, y lo único que se presenta es el temor de no seguir escribiendo. De joven ocupaba esos tiempos de espera leyendo y soñaba con la posibilidad de que cada lectura me abriera el nuevo mundo de otra perspectiva de escritura. Ahora me entretengo demoliendo, perdón, viendo, series.  Es una afición injustificable, porque las series no han abandonado aún el ciclo del interés más idiota. Pero tal vez en esa idiotez se esconda un secreto que merezca ser develado.