No sé si denunciar o no una cosa que a los ojos de algún otro tal vez me convenga. Bueno, lo denuncio: no me parece bien que me hayan puesto en la puerta de casa un tacho de basura gigante. Es un foco de bacterias, cucarachas y malos olores. Parece que la Ciudad ha cambiado de política ambiental y en vez de recolectar la basura de las calles ahora los recolectores (que son empresas privadas tercerizadas y diseminadas según el humor de las comunas) sólo se llevan –a las dos de la mañana y con estruendo– lo que los vecinos mismos deben depositar en estos contenedores. Vivo en un pasaje angosto, mi vereda no mide más de 80 cm, así que el contenedor, que tapa toda mi ventana, es un mueble más del living de casa. La conveniencia es poca y evidente: no camino para arrojar mi basura, como hacen mis pobres vecinos que respiran aires más limpios.
En vez de profundizar una verdadera política de reciclaje (que por ahora sólo es propaganda, ya que la basura que separamos se junta de nuevo en el camión), alguien en la Ciudad ha pensado que uno o dos vecinos de la cuadra deben inmolarse en favor del bien común. En vez de ubicar los contenedores en esquinas no habitadas, o en paredones donde al menos no haya ventanas, la ciudad ha designado a dedo quiénes convivirán con el desecho ajeno además del propio.
Me ha tocado la mala suerte. Tal vez por eso tuerzo una ceja y maldigo las interpretaciones apresuradas y falaces del supuesto concepto “democracia”.
Vivir en comunidad es difícil. Cuando esa convivencia está tan mal administrada, se hace todavía más cuesta arriba.