La chiripiorca, por un lado, y el chipote chillón, por el otro, otorgaron al Chapulín Colorado, clave cómica mediante, la alternativa dichosa de un mundo en el que los malvados y el superhéroe luchan sin que nadie lastime ni se vea lastimado de verdad.
Todo ese caudal de agresión, allí suprimido, fue a parar sin embargo a la vecindad del Chavo, en la que los golpes en cambio abundan, y abundan con una variante singular: la de los adultos que les pegan a los chicos. Al Chavo del 8, sin ir más lejos, que no tiene padre ni madre, le pega entonces Don Ramón. Luego el Chavo se pone a llorar: el llanto es el rasgo distintivo de los personajes infantiles de la tira. La célebre frase de Don Ramón, una vez que ha propinado su trompada, “No te doy otra nomás porque…”, deja ver en su sistemática inconclusión que, para el primer golpe, y no ya para el segundo, tampoco existía ni podía existir una justificación.
No estoy seguro, sinceramente, del modo en que El Chavo del 8 presenta el hecho aberrante de que se golpee a los niños: no sé si lo denuncia o si lo naturaliza. Tiendo a creer que, al fin de cuentas, queda allí invisibilizado. Lo mismo que en la realidad, en la que tantos y tantos chicos quedan a merced de la violencia de su papá o de la violencia de su mamá, sin chance de defenderse ni recurrir a la protección social, sometidos a una clase de violencia doméstica que no sólo, en muchos casos, no se percibe como cobarde y feroz, sino que unos cuantos hasta consideran necesaria y educativa.