La baja de edad de imputabilidad en un país que cuenta, según crifras oficiales, con 5,2 millones de chicos en situación de pobreza (muchos de pobreza extrema, de vulnerabilidad y abandono), revela una contradicción flagrante y una desorientación en el rol que le ocupa atender al Estado argentino, ante esta realidad lacerante y grave de minoridad desprotegida. No sólo se trata de las obligaciones emergentes de nuestro ordenamiento interno, sino también en función de los compromisos internacionales asumidos (Convención de los Derechos del Niño). La respuesta penal es siempre una respuesta de última ratio, que se aplica cuando –para los adultos que cometen delitos– todas las otras alternativas reparadoras fracasan. Este razonamiento o principio básico del derecho penal es aún más categórico en el caso de los menores, que necesitan inclusión y perspectivas concretas, esto es, todo lo contrario de lo que supone el encierro en una prisión. La pena privativa de la libertad en menores de edad agrava el cuadro de marginación y exclusión que esos mismos menores –cuando caen en la criminalidad– ya padecen. La misión del Estado es romper este círculo vicioso, no agravarlo.
En un país que cuenta con casi 6 millones de menores pobres o indigentes, bajar la edad de imputabilidad no parece el camino ni ética ni jurídicamente correcto. Con millones de chicos en el umbral de la pobreza, sin educación ni salud de calidad, con padres de-sempleados o en la precariedad más absoluta, que fuerzan muchas veces a esos mismos menores a trabajar (la pobreza infantil, el trabajo infantil y el delito en menores son femómenos inescindibles, como advierte Unicef), la respuesta del Estado no puede pasar por incrementar la pena y la exclusión que ya esos chicos, por inacción del Estado en los planos socialmente trascendentes, vienen padeciendo. El Estado debe promover derechos, reparar e integrar a los menores, sacándolos de la pobreza, brindando horizontes concretos donde esos menores puedan desarrollarse, sin caer en las redes que los esclavizan o los fuerzan a trabajar, abandonando sus hogares, sus estudios, sus familias. La misión del Estado nacional, a partir de un diagnóstico preciso, es no agravar los cuadros de exclusión, marginación, desfamiliarización y abandono que padecen millones de menores en Argentina, incrementando penas o dando una respuesta penal a la exclusión social. Por eso Unicef, ante este escenario dramático de pobreza infantil en la región, plantea como un contrasentido (una forma de agravar el problema) la propuesta de bajar la edad de imputabilidad. Un déficit histórico que se ha cuestionado al derecho penal es el criminalizar las consecuencias sin atacar nunca las causas (sociales, como la pobreza) de los fenómenos que abarca o analiza. La respuesta penal no logrará solucionar el drama que viven los menores pobres. Sólo puede conducir a agravar los cuadros de exclusión y violencia que vienen padeciendo, potenciando el problema a futuro, aumentando la violencia, la desigualdad y la exclusión que el derecho debería –y dice– venir a reparar.
La respuesta penal frente a millones de menores empobrecidos expresa un fracaso rotundo del Estado y de la sociedad. Y no garantiza que disminuyan los casos de inseguridad que padece la sociedad argentina. Las estadísticas demuestran exactamente lo contrario. La baja de edad de imputabilidad es una respuesta demagógica, pero no realista. Es una respuesta de corto plazo, que deja sin atender (e incluso puede agravar) las causas sociales del fenómeno de la inseguridad. Por eso Unicef, con acierto, la rechaza con dos motivos. Por un lado, para evitar que se sigan conculcando los derechos de los menores. Por el otro, porque es, desde la óptica criminológica, una solución técnicamente no idónea para frenar los casos de inseguridad que padece la sociedad. No produce nunca el resultado presupuesto. Sólo apuntala un círculo vicioso que conduce, sucesivamente, a seguir disminuyendo, sin resultados, la edad de imputabilidad.
*UBA-Conicet, Becario del Max Planck Institut de Derecho Penal (Alemania).