Preocuparse desde el primer día por la gobernabilidad tiene una razón histórica: no existió en los últimos 70 años otro partido más que el peronista que pudiera concluir sus mandatos. Podríamos hacer como que esto nunca sucedió. O se podría pensar, de entrada, qué hacer para que esto no vuelva a ocurrir.
Durante las últimas semanas de campaña electoral, Daniel Scioli (el extraño candidato del oficialismo que detestaba y era detestado por el oficialismo) se preocupó en comparar a Cambiemos con la Alianza. La comparación tenía un claro sentido: azuzar con aquella historia repetida.
Los medios, salvo los K, entendieron la afirmación como parte de la “Campaña del Miedo”. Lo cierto es que, con miedo o sin él, había en la comparación una parte de verdad y otra de mentira.
La Alianza que llevó al Gobierno a Fernando de la Rúa era un acuerdo encabezado por una Unión Cívica Radical todavía con cierta vitalidad e incluía a otros sectores políticos como el FREPASO, aquel “peronismo intelectual” comandado por Chacho Álvarez que luego se sumó al kirchnerismo. La mayoría social que llegó al poder con la Alianza estaba constituida fundamentalmente por los sectores medios que históricamente habían acompañado al radicalismo más otros sectores intelectuales y “progresistas”.
Cambiemos es un experimento distinto en muchos sentidos. Incluye también al radicalismo, pero ya no liderando a ese espacio. Algo lógico: el final de De la Rúa (sumado a los finales de otros gobiernos radicales) todavía está muy fresco e hizo de la UCR un partido inevitablemente golpeado al que sólo la cintura política de Ernesto Sanz le dio una nueva chance de volver a compartir una porción de poder.
Cambiemos es diferente empezando por su líder, Mauricio Macri, un político atípico para la Argentina.
Rico, pero hijo de un tano rico, no patricio, que mira a su clase con la confianza de pertenecer y con la desconfianza de saber que no siempre fue mirado como uno de ellos.
Empresario, pero hasta ahí, alguien que no recibió la bendición de su padre para convertirse en su sucesor.
Político, pero no por vocación juvenil sino por la necesidad de demostrar y demostrarse que estaba en condiciones de manejar cosas mucho más grandes que una empresa.
Popular, pero no por simpatía sino por un apellido que desde hace tres décadas es parte del país mediático y por haber sido el presidente exitoso del club de futbol más popular.
Macri construyó desde la ciudad de Buenos Aires un entramado político que a su vez generó un entramado social que cruzó a distintos sectores económicos y hasta replicó en parte la alianza típica del peronismo entre sectores de clase alta (fuertemente) y sectores bajos (toda la franja sur de la Capital). Compitió con el kirchnerismo por la clase media (hasta quedarse con la mayoría de ella) y en los últimos años también ganó dentro de las villas.
Su dilema fue cómo adaptar con éxito ese posicionamiento al resto de la Argentina, para un partido con poco más de una década de vida.
Macri ya sabía lo que era acordar con dirigentes de otros partidos porque tenía a decenas de peronistas dentro del PRO, pero el desafío fue convencerse de que para ganar una elección presidencial debía asociarse con estructuras partidarias preexistentes en las provincias, en especial con las del radicalismo.
Lo hizo pese a la cerrada negativa de Durán Barba, quien siempre creyó que ese tipo de acuerdos a nivel nacional lo contaminaba y le restaba votos, y avanzó además con alianzas con jefes territoriales peronistas o de partidos provinciales. Hasta se acercó al mito peronista, a Perón y a Hugo Moyano.
Ganó por lo que hizo y, en especial, porque estuvo en el lugar justo y en el momento oportuno para que el tigre de la historia y el viraje de una nueva mayoría se lo llevaran por delante (el sólo hecho de que los otros con posibilidades fueran Scioli y Massa indica que, más que un nombre, lo que movió a este presente fue el cambio de ciclo).
Ahora solo le queda gobernar y garantizar la gobernabilidad. Nada menos.
¿Cómo sigue la historia? La Argentina puede repetir, aún con variantes, la trama de un país marcado por los partidos tradicionales. Un radicalismo aggiornado gracias a Macri. Y un peronismo re re re renovado, otra vez, por un conductor a la medida de la época (un Massa o algo así).
De suceder esto, Macri se verá ante la encrucijada de demostrar cómo alguien que llegó a la Rosada con al radicalismo será capaz de romper el hechizo: completar un mandato y, en el mejor de los casos, aspirar a otro.
En el PRO están convencidos de que su partido será superador de las viejas estructuras partidarias y aspiran a fortalecerlo hasta convertirlo en un partido de verdad nacional. Ni radical ni peronista. Quizá tengan a favor que, en efecto, su base socioeconómica es distinta y cruza a ambos partidos.
A partir de allí, ya se vislumbran dos tendencias internas.
Una, de los que piensan con Durán Barba que no hay nada con la simbología radical o peronista que pueda servirle a una agrupación vital y joven como la de Macri. Irán en busca de sus seguidores, pero no de sus dirigentes.
La otra tendencia, la de los peronistas del PRO entre otros, quiere sumar no solo a más votantes radicales y peronistas, sino a dirigentes que dejen sus viejos partidos y se sumen sin más al nuevo. Irán por ellos, suponen que serán intendentes y dirigentes jóvenes.
Para todo el PRO, el desafío será cómo construir una malla de contención social que resulte lo suficientemente sólida para garantizar gobernabilidad y hacer frente a las presiones que vendrán: lobbies empresarios, sindicales, mediáticos, etc.
Para Macri, el desafío será cómo liderar un país competitivo, previsible e inclusivo. Y además, cómo barajar y dar de nuevo. Porque como se barajó hasta ahora cuando el peronismo fue opositor, no funcionó.