“De vez en cuando la vida te besa en la boca”, canta Serrat, y, de vez en cuando, también, los dioses de la naturaleza se encargan de recordarnos nuestras pequeñeces y limitaciones. Los economistas llamamos a esos episodios “shocks” –aunque muchos no provengan de la naturaleza, sino de la “mano del hombre”–. Algunos son externos y otros pueden ser locales. A favor o en contra.
A la Argentina económica nunca le fue mal ante un shock externo positivo y, en cambio, nunca sobrevivió razonablemente a shocks externos negativos. En general, los shocks positivos se vinculan con altos precios de nuestros productos primarios de exportación, bajas tasas de interés, alta liquidez y crédito abundante. Mientras que los negativos responden a la situación inversa.
La mayoría de los países de la región están sometidos a este tipo de shocks. Pero la diferencia que nos caracteriza a los argentinos es que nos gastamos todo en las bonanzas y, por lo tanto, sufrimos más ante cambios bruscos negativos del escenario internacional.
Los que aprendieron a golpes la lección aprovechan las bonanzas para ahorrar y prepararse para eventos negativos inesperados. Por supuesto, eso tiene un costo –es como pagar la prima de un seguro– que se mide en algunos puntos de la tasa de crecimiento.
El seguro se compra, macroeconómicamente hablando, acumulando reservas internacionales –para evitar que una reversión brusca del saldo comercial o de los flujos de capitales genere una explosión descontrolada del tipo de cambio y de la actividad interna– con políticas fiscales anticíclicas, es decir con reglas fiscales estructurales, que guardan sobrantes en las buenas. Y con políticas de ingresos y de control de la inflación, que tratan de mantener alineadas la competitividad y la productividad interna con la competitividad global, en un mundo integrado.
En efecto, a la economía argentina nunca le fue mal ante shocks externos positivos, y lo sucedido desde mediados de 2002 no ha sido una excepción. Pero tampoco ha sido una excepción nuestra falta de preparación ante eventuales shocks negativos.
Con la política de acumulación de reservas con superávit fiscal, en los albores del ciclo kirchnerista, pareció que habíamos aprendido, en parte, la lección. Sin embargo, a poco de andar fuimos lentamente “mostrando la hilacha”. La política cambiaria y monetaria empezó a centrarse en maximizar el crecimiento y a descuidar la inflación, que se acelera desde 2007. La política fiscal dejó de ahorrar. La política de ingresos se sometió a las necesidades electorales y se empezó a desalinear de aumentos en la productividad y la competitividad.
El shock negativo de 2008-2009 –crisis financiera externa más sequía interna– nos encontró, otra vez, a la intemperie. El Gobierno recurrió, entonces, a la expropiación de los fondos de pensión, convirtiendo lo que era ahorro en impuesto y eliminando, de prepo, pagos de deuda pública, y utilizó las reservas internacionales para pagar deuda en dólares.
La crisis se superó en 2010, y ante un nuevo shock externo positivo ratificamos que no hemos aprendido nada. Ya no hay superávit fiscal. Se usan las reservas internacionales para pagar deuda, y la emisión monetaria para pagar deuda en pesos y gasto público. Las provincias se están volviendo a endeudar en el exterior en dólares para pagar gastos en pesos. La política de ingresos, por la alta inflación, está más ligada a tratar de mantener el poder de compra de los salarios que a alinearse con la productividad de la economía y mejorar la distribución. La política cambiaria se usa con fines antiinflacionarios y la monetaria para maximizar actividad. Se subsidia el consumo, manteniendo bajos los precios de la energía. Se despilfarran recursos de todo tipo.
Es probable que estemos ante un cambio estructural favorable de largo plazo, en las condiciones externas y en la producción agrícola local.
Pero este buen ciclo de largo plazo no está exento de shocks negativos coyunturales y, para enfrentarlos, estamos cada vez más débiles, porque mantenemos el mismo comportamiento que nos llevó a crisis anteriores.
Ya que estamos relativamente a salvo de desastres naturales de magnitud, sería bueno que trabajáramos para evitar los desastres artificiales que surgen de las malas políticas.