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Desde las ramas

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Nunca hice castillos de naipes. Momentito, momentito, no se apure, no estoy hablando en clave, estoy diciendo literalmente la verdad: nunca agarré los naipes, los criollos o los franceses, uno a uno para ponerlos temblequeantes sobre la mesa y hacer casitas (eso de castillos, ¡vamos!) ¿para qué?, ¿para quiénes? Hormigas tal vez, cascarudos, gusanos horribles, toda esa fauna desagradable. Y si no para qué. Hilando fino alguien podría decirme “para copiar la realidá, ché, que para eso una jugaba con muñecas o con soldaditos”, ojo, no perdamos de vista ese disparate de los juguetes para nenas y los juguetes para nenes. Ay, lo lamento, disculpe, se trata de mi inclinación, casi manía, de siempre: irme por las ramas. Perdone y volvamos un poco atrás, que yo iba a alguna parte pero ya no me acuerdo adónde porque encontré en el camino una rama de lo más cómoda que hace horqueta con el tronco y en la que puedo reclinarme y pensar (actividad altamente peligrosa, tenga cuidado). Entonces: no hice casitas con naipes. Si es cierto que tratamos de imitar la realidad, entonces, a pesar de que me faltan las antedichas casitas que también castillos llaman, traté de imitarla, sí, pero escribiendo. Así que podemos pasar a la otra parte del tema.

Mi intento de imitar la realidad por medio no de los naipes, sino de la escritura, ha venido fracasando miserablemente desde hace mucho tiempo. En general no me preocupa ni poco ni mucho porque me saco el gusto escribiendo de modo que las consecuencias vienen a quedar más allá del horizonte, como cantaba Louis Armstrong. Pero de vez en cuando la conciencia me llama la atención y me explica que todos los escribas suelen hacer reflexiones sobre su oficio y que yo me la paso contando cuentitos y no me ocupo de la teoría, “la cocina”, como parece que hay que decir, en esa mezcla milagrosa como en el tango, de moda y economía doméstica. ¡La cocina!, qué me dice. Sigamos. Yo corcoveo un poco porque no me gusta que mi conciencia se meta con mi oficio, pero después pienso que a lo mejor un poco de razón tiene, la pobre, en ese trabajo tan ingrato que el destino le endilgó. Así que puedo tratar de decir algunas cosas deshilvanadas, no muy prolijas y menos que menos brillantes, pero que me van a permitir salir del paso y llegar finalmente, esperemos que con éxito, a las flores y los frutos que crecen allá en las puntas de las ramas.

Y, sí, estimado señor; sí, querida señora, una (yo en este caso) se prende de la realidad que la rodea por todas partes quiera o no, selecciona partes chiquitas y partes grandes, las mezcla, amasa, las estira con el palote, echa un poco de harina por encima, saca la manteca de la heladera (¿no me habré olvidado de los huevos, no?) y ya está casi lista. ¿El qué? ¿Qué es lo que está casi lista? Pues la imitación de la realidad, mi estimado. Sólo falta hornearla en el teclado de la computadora.

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Aquí se sacude la horqueta en la que estoy reclinada, que seguro que Mme Recamier me envidiaría si me viera, porque me da un sobresalto. ¿Sabe qué pasa, querida señora? Que me doy cuenta de que yo no sé lo que es la realidad. ¿Usted sí? Ay, qué maravilla, después me cuenta. Mientras tanto le digo un par de cosas. Que hay algunos colegas míos (me atrevo a llamarlos colegas, qué audacia) que también lo saben, que la agarran a la realidad, ¿me explico? y hacen cosas estupendas, asombrosas, excelentes, increíbles, maravillosas, esplendentes, etcétera. A mí no me salen por eso, porque lo llamado “realidad” me deja absorta y sin palabras, y es por eso que me salen unos paisajes (los llamo así con benevolencia) extraños, absurdos, complicadísimos y logro que la gente me mire con total desconfianza. Qué lástima, me digo. Pero después rectifico: no soy la única y hay que ver que entre los demás hay quienes merecen no sólo respeto sino también admiración. Ellos tampoco saben lo que es la realidad pero eso sí, están tratado de averiguarlo. Yo hablo de cosas  raras que les pasan a gentes que no existieron jamás y ellos se ocupan del mundo ultramicroscópico, de la vibración de las cuerdas que existir existen pero que no se pueden ver, y de que Einstein tenía razón pero no tenía razón. ¿Le gustó? En cuanto me dé otro remezón de conciencia, la sigo.