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el fin de la guerra fria

Después del muro

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En 1964, uno de los genios de la literatura estadounidense, Philip K. Dick (conocido porque otra novela suya fue la inspiración de una joya del cine de los años 80, Blade Runner, dirigida por Ridley Scott), publicó un libro cuyo argumento parece ser una seria advertencia para la humanidad de hoy, víctima de las fake news, esclava de las consignas mediáticas, ignorante de su servidumbre voluntaria.

El libro se llama La penúltima verdad y transcurre en 2025. Todo el mundo subsiste bajo tierra. Mujeres y hombres viven una vida miserable, condenados a trabajar sin descanso, en un medio absolutamente insalubre, sin aire ni sol, fabricando robots de combate porque en la superficie se libra una guerra nuclear y bacteriológica incesante. Tienen una vida desdichada, pero estar bajo tierra es el precio que pagan para estar protegidos de las radiaciones, el gas nervioso y las metrallas. O al menos eso creen. Los seres subterráneos siguen los acontecimientos de la guerra y ven la superficie del planeta devastada a través de la televisión por cable.

La novela de Dick, publicada en los “gloriosos años 60”, cuando las catástrofes todavía no se vislumbraban, recorre y trasciende el período analizado en este libro. La penúltima verdad evoca una sociedad acosada por la Tercera Guerra Mundial, el fantasma que atravesó todas las tensiones de la Guerra Fría, y desemboca, finalmente, en el mundo triunfal del capitalismo, en un siglo XXI donde las utopías de igualdad y justicia han sido aniquiladas y la realidad ha sido capturada por los medios concentrados en pocas manos. (...)

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El 8 de diciembre de 1991, Yeltsin encontró el modo de deshacerse definitivamente de Gorbachov, que, como presidente de la URSS, tenía, al menos nominalmente, más representatividad que él.

Entre el 24 de agosto y el 16 de diciembre de 1991, poco a poco las repúblicas soviéticas se fueron independizando y sus gobiernos pidieron que el mundo las reconociera como Estados autónomos. Muchos de esos gobernantes sufrieron, además, una sorpresiva transmutación: de comunistas pasaron a ser ardientes nacionalistas.

En este contexto, Yeltsin, como presidente de Rusia, en una astuta maniobra política firmó con sus pares de Ucrania y Bielorrusia un acuerdo tripartito de integración que llevó a la creación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) y decretó la muerte de la URSS. “La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas deja de existir como sujeto de derecho internacional y realidad geopolítica”, dice el documento firmado por los tres presidentes eslavos el 8 de diciembre de 1991, en la reserva natural bielorrusa de Belavézhskaya Pushcha.

Las demás repúblicas soviéticas (excepto Georgia, que estaba asolada por una guerra civil, y las tres bálticas, Lituania, Letonia y Estonia, que no querían ser parte de ninguna comunidad) abandonaron la URSS y se sumaron de modo paulatino a la CEI. El 21 de diciembre, en Almá Atá, en ese entonces capital de Kazajistán, 11 de las 15 repúblicas soviéticas sellaron el acuerdo. En pocas horas, Gorbachov se había quedado solo en el Kremlin y su poder se había reducido a nada. Gorbachov se tomó los siguientes días de diciembre para realizar un tránsito armónico hacia el fin de la URSS. El 25 de diciembre, en un discurso por TV, consciente del importantísimo momento histórico y visiblemente angustiado, anunció su renuncia “por la fuerza, dado el acuerdo de la CEI en Almá Atá”. En ese, su último mensaje como líder soviético, analizó su gestión y explicó que su intención había sido otorgar más soberanía a las repúblicas, pero también preservar la unidad del país.

“Los acontecimientos han seguido un curso diferente. La política que prevaleció fue la de desmembrar el país y desunir el Estado, algo con lo que no puedo estar de acuerdo [...] Además, estoy convencido de que decisiones de esa envergadura deberían haberse basado en la consulta de la voluntad popular”, dijo Gorbachov. Emocionado, terminó su discurso con una frase de esperanza dirigida a su querido pueblo ruso: “Somos los herederos de una gran civilización; que renazca en una vida nueva, moderna y digna depende ahora de todos y cada uno de nosotros”. (...)

El orden mundial bipolar había dejado de existir. Lejos de las promesas y de lo que se especulaba en aquel momento, la OTAN no desapareció ni se redujo. Por el contrario, Estados Unidos incrementó su presupuesto, realizó un drástico cambio en la naturaleza de esa alianza militar y avanzó hacia las fronteras de Rusia, incumpliendo la palabra dada por el ex presidente George Bush (padre) a Mijaíl Gorbachov.

Cuando en 1990 se reunificaron las dos Alemanias, el líder soviético hizo una pasmosa concesión: permitió que la ex República Democrática de Alemania ingresara a la alianza atlántica. A cambio, Bush padre se comprometió a no extender la OTAN más allá de los límites alemanes y dio a entender que esa organización militar se transformaría en un ente más político. Gorbachov, que aún era presidente de la URSS, propuso entonces una zona libre de armas nucleares desde el Artico hasta el mar Negro para desmontar las amenazas contra Europa occidental y oriental.

La propuesta fue ignorada ya que Washington, más allá de la versión oficial, tenía planes para remilitarizar la OTAN. En noviembre de 1991, cuando la caída de Gorbachov era inminente, Bush padre, ante las máximas autoridades de la Alianza Atlántica reunidas en Roma, formuló dos propuestas que preanunciaban las intenciones de EE.UU. respecto del mundo unipolar que ya se vislumbraba: 1) dotar a la OTAN de capacidad para realizar acciones fuera de la zona asignada y 2) vincular la defensa de Europa a la de EE.UU., por lo que las fuerzas europeas quedaron aún más indisolublemente unidas a los mandos militares del Pentágono.

*Autora de Todo lo que necesitás saber sobre la Guerra Fría, Editorial Paidós (fragmento).