El 24 de junio de 1935, en Medellín, Colombia, cayó, se incendió, se mató Carlos Gardel. Trocó su destino cierto, el de todos, cantar cada día peor, por un destino impar, suyo solo, de ningún otro: cantar cada día mejor. ¿O a alguien le cabe alguna duda? A mí, no. Forma parte, como el que más, de nuestra generosa galería de inmortales (por eso acertaron los de la pizzería de ese mismo nombre al usarlo como emblema, poniéndole como telón de fondo un paisaje que, en vida, de hecho él no conoció: el del Obelisco de la calle Corrientes).
Los inmortales pasan a serlo, no mediante el truco de no morirse (¡así cualquiera!), sino justamente al revés: en el momento mismo de morirse, o en su manera de morir. Pensemos, sin ir más lejos, en Eva Perón, cuya edad reforzó por coincidencia el manifiesto correlato cristiano, de quien se dijo una y otra vez que “a las 20:25 entró en la inmortalidad”. O pensemos, por qué no, en lo que tantas veces cantamos, y siempre con enjundia, acerca del Sargento Cabral: “su vida rinde/ haciéndose inmortal”. ¿Y sobre Sarmiento no cantamos, acaso, aunque puede que con menos enjundia, algo más o menos semejante? “La niñez de amor un templo/ te ha levantado y en él sigues viviendo (…)./ Padre del Aula, Sarmiento inmortal”, lo que marca otra alternativa: se inmortaliza lo que se endiosa, y la muerte empieza a ser lo de menos. Que digan los nacionalistas dónde fue que nació Gardel, si en el Abasto o en Tacuarembó o en Toulouse; que presenten los investigadores las pruebas y los documentos respectivos. No siendo yo una cosa ni la otra, me doy gratamente por eximido. ¿Era uruguayo o era francés? Yo digo que era las dos cosas: las dos y al mismo tiempo. Pues, ¿qué otra cosa, sino esa mixtura, vendría a ser un argentino? ¿Qué otra cosa vendría a ser, sino esa imposible combinación de empirias y de imaginarios, de adyacencias y deseos? ¿Dónde, sino en un resquicio simbólico situado vagamente entre Montevideo y París, existe y se ubica eso que damos en llamar Buenos Aires? Por eso es revelador que Gardel cantara: “Quién sabe una noche, me encane la muerte” en Anclao en París, es decir, anclado en Francia. Y lo es también que cantara: “Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos” porque, ¿desde dónde, viniendo de dónde, es que puede adivinarse a lo lejos el parpadeo de las luces de Buenos Aires? Desde el Uruguay, por supuesto.
Si hablamos de argentinos, por lo demás, ¿qué mejor que estas mezcolanzas, estos vaivenes y estas vacilaciones, estos engendros y estas combinatorias? Ya sabemos cómo proceden los que creen en purezas, ya sabemos cómo es que pretenden forjar su Ser Nacional, trascendente y siempre igual a sí mismo: masacrando lo que consideran impuro, suprimiéndolo o exterminándolo, haciéndolo desaparecer.