Cristiano Ronaldo festeja los goles airadamente, como si estuviese respondiendo a una ofensa previa, a un agravio intolerable que acaban de infligirle. Enojado, iracundo, golpea fuerte su pecho lampiño por voluntad, o lo hincha para que lo admiremos, mientras despliega claros gestos de neta autoafirmación: yo, yo, yo, yo, yo. Messi, en cambio, festeja los goles con la luminosa expresión del niño que recibe los regalos del Día de Reyes, descubre que los camellos se han comido el pasto y se han bebido el agua, y no tiene ni tan siquiera la sospecha de que detrás de todo ese asunto pueden llegar a estar los padres.
Por eso, me resulta significativo lo que pasó la otra noche en Turín. Cristiano Ronaldo metió un golazo de aquellos y los hinchas del equipo rival se levantaron de sus butacas para aplaudirlo. Cristiano, ante eso, se sorprendió, se conmovió, se ablandó, agradeció. ¡Le brotó un gesto espontáneo! A él, tan luego a él, que da siempre la impresión de que los festejos de los goles los prepara primero en su casa, frente al espejo del ropero de su pieza.
Pero si traigo a colación todo esto, no es por Cristiano, claro está, ni tampoco por Messi, sino por otro: por Pablo Pérez. Pablo Pérez ha de residir, sin duda alguna, en esa clínica para “personas muy, muy nerviosas” que aparece en una película de Mel Brooks. A esta altura del partido, o de los partidos, ya debería saber que juega en el club de mayor fervor incondicional del mundo, y que eso es un privilegio. Pero tiene que saber también, a mi criterio, que no existe una relación de determinación unidireccional de la base sobre la superestructura, sino más bien una interrelación dialéctica. Y que si bien las condiciones económicas imperantes para el acceso a las plateas y los palcos de la cancha de Boca pueden haber introducido allí ciertos comportamientos inauditos, y ciertamente minoritarios, como el insulto a los propios o el retiro antes de hora, no tendría que desestimar la incidencia del plano ideológico, ese que se resuelve marcadamente en la puteada al que putea y al que no quiere que la 4x4 se le atasque en un embotellamiento.
El fútbol, como realidad, no tiene la menor importancia: es nada más que un juego. Pero activa fuerzas descomunales a nivel de las creencias y de los imaginarios: es nada menos que un juego. Ese plano prevalecerá, por sobre la determinación del dinero. Al menos en este caso.