Hace muchos años mantuve una conversación con el editor de un suplemento cultural en la que le recomendé un libro. El editor me respondió: “No lo conozco. No lo recibí”. Fue un diálogo breve pero aleccionador: si el servicio de prensa de la editorial no le enviaba el libro, para el editor no existía. Sabrá disculpar mi estimado lector tanta infidencia, pero quizás no estaba al tanto de que las editoriales suelen enviar libros a los suplementos culturales, para que luego los editores los distribuyan entre los diversos reseñistas. Es una práctica habitual en el periodismo. Por supuesto a que mí no me sucede, nadie me manda nada. Primero porque no soy periodista, segundo porque no soy editor, y tercero, y sobre todo, porque vivo tan elevado en mi Torre de Marfil que hasta allí no llega ninguno de los asuntos mundanos.
Sin embargo, hace unas semanas me llamaron de una oficina en la que ya no trabajo desde hace tres años para avisarme que había recibido un sobre que parecía contener un libro. Asombrado, me apersoné a mi ex trabajo y efectivamente había un libro. Un libro cuya existencia no conocía y que, luego de leerlo, me pareció notable: Diccionario del léxico corriente de la política argentina. Palabras en democracia (1983-2013), con coordinación editorial a cargo de Andreína Adelstein y Gabriel Vommaro, publicado por la Universidad Nacional de General Sarmiento en abril de este año. Es un libro que leí con un dejo de autocrítica: ¿Cómo fue que me enteré de su existencia gracias a un sobre enviado a un lugar equivocado? ¿Cómo fue que no lo vi en las librerías siendo que voy diariamente a esos locales? ¿Cómo ningún amigo me habló del libro? ¿Cómo no reparé en las notas que seguramente salieron en los diarios? Todo eso habla muy mal de mí. Estimado lector: si con los años me fui convirtiendo en periodista, le pido disculpas. Prometo que no volverá a pasar.
El Diccionario está compuesto de más de cien palabras, y a cada una se le dedica no una simple entrada con tono “objetivo”, sino un agudo ensayo a cargo de diversos colaboradores. Entre la primera (abuelas) y la última (voto bronca/cuota/útil) aparecen, entre muchas otras, “arbolito”, “autoconvocados”, “crispación”, “default”, “empresa recuperada”, “farandulización”, “gatillo fácil”, “hiperinflación”, “inseguridad”, “menemóvil”, “militante”, “neoliberalismo”, “Primer Mundo”, “pingüino”, “relaciones carnales”, “saqueo”, “tractorazo” “víctima”. Las entradas sobre “populismo”, a cargo de Eduardo Rinesi, y “pesificación”, por Julio Sevares, son tan interesantes como polémicas.
El lector se queda con las ganas de que conviertan esos miniensayos en trabajos más largos. La entrada sobre “progre”, escrita por Federico Lorena Valcarce, es encantadora y supera la dificultad de haber elegido una palabra del lenguaje oral (más fácil hubiera sido elegir “progresista” o “progresismo”) y no ahogarla en la solemnidad de un diccionario. Leonardo Eiff escribe acerca del devenir de “destituyente” –lo que va de la crisis de 2001 al surgimiento de Carta Abierta– que bien puede ser leído como una historia breve de los combates teórico-políticos que sobredeterminan un concepto. En general los diccionarios sirven para resolver problemas. Este no es el caso, al contrario, más bien los crea. Entiende la lengua de la democracia como un problema intelectual y político.