Ante las fabulosas fotos expuestas en la galería Mara-La Ruche, experimento hasta qué punto, y de qué manera, en el espacio de la Ciudad, la oscuridad no es otra cosa que un producto de la luz, el movimiento es un efecto de lo inmóvil, la forma brota tan sólo de lo que es informe, no hay mayor exterioridad que la de lo interior. No hay más que verlo: los edificios en la noche o casi noche de Nacho Iasparria; los carteles luminosos y las ventanas y los umbrales nocturnos de Guido Chouela, de Sara Facio, de Horacio Coppola o de Claudio Larrea; las sombras soleadas de Iasparria o de Sameer Makarius. El movimiento que suscita la mirada quieta en el tránsito de Corrientes de Coppola, en la vereda del Teatro Opera de Alberto Goldenstein, en los chicos jugando a la pelota de Facio. La forma en lo informe: las geometrías de las construcciones encimadas de Gian Paolo Minelli y de las letras de carteles de Makarius, los tres vestidos idénticos con los dos Rambler iguales en el azar de la escena callejera de Facio. Interiores exteriores: los patios de Grete Stern.
En la secuencia de estas Diez miradas sobre Buenos Aires hay dos imágenes de Plaza San Martín. En una, la de Sara Facio, la vista es general, elevada, luminosa, panorámica; se ve la plaza desde lo alto, el Kavanagh imponente, el río inacabable. En la otra, la de Horacio Coppola, se adopta la perspectiva de un a ras del suelo, se mira desde la sombra y por eso refulge la luz. En las dos fotos consta la imagen ecuestre de José de San Martín, y por ende, San Martín, que es más que nada una imagen ecuestre.
En la foto abierta de Sara Facio, San Martín luce pequeño, desdibujado por la visión de altura y por el fondo vegetal que lo subsume. En la foto de Coppola, en cambio, se recorta nítido, rotundo, indudable; se yergue en la foto no menos que el caballo y no menos que el brazo que se eleva hacia el destino. El contraluz favorece su carácter de emblema, la foto de la estatua (representación de la representación) convoca el mito y lo contempla. El hombre que en la foto se ve sentado y de espaldas parece girar la cabeza hacia el lado en que el dedo del prócer apunta: acata su indicación, se diría que lo obedece. En el fondo, no menos recortada y no menos emblemática, aparece la Torre de los Ingleses. Vertical como el árbol que queda en primer plano y como la columna del farol que hay más atrás, se ve empero incompleta, cercenada por el encuadre, hundida por efecto de la barranca. Es menos que el héroe.
La historia, así, no se aloja solamente en el tiempo, sino también en el espacio, y el espectro de sus sentidos posibles se dirime en la visión de la ciudad. No por sí mismo, claro está, sino en todo lo que son capaces de suscitar una mirada, o dos miradas, o diez miradas.