COLUMNISTAS
LA ARGENTINA DE MARADONA Y MESSI

Dios, su ministro en la tierra y los otros

“¡Vos no podés hablar, Vicente, si nunca ganaste nada! ¡Aguante Gauguin!”. El pobre Van Gogh, que en vida nunca le vendió un cuadrito a nadie, la hubiese pasado todavía peor en esta curiosa época en la que virtud y valor se miden sólo por el rotundo simbolismo del objeto. Pura estadística: sos lo que tenés, lo que lograste poner en la vitrina; esas brillantes copas de dudoso gusto que todos besuquean en el éxtasis del triunfo y la suelta de papelitos. Y bueh, es una estética.

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“¿Por qué he de preocuparme? No es asunto mío pensar en mí. Asunto mío es pensar en Dios. Es cosa de Dios pensar en mí”
Simone Weil (1909-1943)

“¡Vos no podés hablar, Vicente, si nunca ganaste nada! ¡Aguante Gauguin!”. El pobre Van Gogh, que en vida nunca le vendió un cuadrito a nadie, la hubiese pasado todavía peor en esta curiosa época en la que virtud y valor se miden sólo por el rotundo simbolismo del objeto. Pura estadística: sos lo que tenés, lo que lograste poner en la vitrina; esas brillantes copas de dudoso gusto que todos besuquean en el éxtasis del triunfo y la suelta de papelitos. Y bueh, es una estética.

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Albricias. Por fin Messi –que hace rato es el futbolista más talentoso del momento– cumplió con el formalismo que le exigía el mercado: el abrazo con la orejona, ese viejo cascajo de enormes manijas que consagra al mejor equipo de Europa. Muy bien, ya lo hizo: ganó la pulseada contra ese recién bañado de Cristiano Ronaldo. Ahora le darán el Balón de Oro y será llamado “el mejor del mundo”, el estadio ideal para cualquier argentino de bien. Lo menos.
No le hizo falta deslumbrar en la final contra el Manchester, donde sí marcó la diferencia Xavi, un petiso con cara de mozo que hace mover el mundo a su alrededor. Igual, con su escaso metro 70 artesanalmente desarrollado en Cataluña, Leo se las ingenió para saltar, quedarse a vivir un rato en el aire y cabecear su centro perfecto, dejando parado al larguísimo arquero Van der Saar. Golazo. Fue la postal del partido.


El Messi arrollador existe sólo en contacto con su instrumento, la pelota. Con ella es Paganini enhebrando notas en su Stradivarius a una velocidad sobrehumana; sin ella, un chico deslumbrado que mira al mundo buscando aprobación o cariño. Así lo vimos, sonrojado y tímido en pleno Camp Nou, durante un sketch con Tinelli. Hablamos de un producto de laboratorio, no del milagro del amor propio frente a la adversidad que siempre impulsó a Tevez. A Carlitos se lo percibe brutalmente noble y sensible, por lo tanto es amado per se, le vaya como le vaya. Messi, pobre, debe ser infalible para generar una identificación similar. Pesada mochila.


Encima, ahora llega el turno de la esquiva Selección nacional y estas Eliminatorias sudacas armadas para que Argentina y Brasil les pasen el trapo a todos, salvo que jueguen en la altura, donde la pelota no dobla y los planes, en el caso de que existan, salen horribles. Flor de karma.
A Messi le sobra talento para superar cualquier prueba, pero no le será fácil ser profeta en su tierra, y mucho más con un mito vivo dirigiéndolo desde el banco. Lo espera el impiadoso juicio de sus compatriotas, que ya cuentan como propios sus logros internacionales pero siguen mirándolo de reojo por lejano, inaccesible o misterioso. Le exigirán todo, y más. Que sea el tipito de la Play que gambetea a todos y que nos reinstale en la cima del mundo, nuestro hogar, como antes lo hizo Diego, el Gardel sin Medellín, la última bandera. Una comparación más estúpida que cruel, pero inevitable. Estallará, así que lo afirmaré ahora: Messi no es Maradona, muchachos. Ni adentro de la cancha, gane lo que gane; ni mucho menos afuera. Por suerte y por desgracia, no lo es.
Alrededor de ellos hay, o mejor dicho debería haber, un equipo. Material hay. Maradona lo tiene a su yerno, el Kun Agüero, un jugador bárbaro que deberá superar la marca de los lazos familiares; a Mascherano como pivot y, ya sin la sombra del renunciado enganche melancólico, al descomunal Verón y al elegante Gago. No es poco. Atrás descansa en la firmeza de Demichelis, la fuerza de Zanetti, el novedoso Otamendi y no me olvido de Heinze –un tipo que fue campeón en los dos clubes más ricos del mundo, Real Madrid y Manchester–; ni de Burdisso, Samuel, Coloccini o Milito, que ojalá vuelva con todo.


Por los costados hay menos para elegir, salvo que se consoliden los chicos que la rompen en Buenos Aires: Seba Blanco, Salvio, Defederico o el extrañamente marginado Pastore. Hasta aquí, bárbaro. Pero hay un pequeño detalle: nos faltan un 9 y un arquero, nada menos. El inicio y el final de la historia, justo lo único que tenía en claro Borges antes de empezar a escribir. Glup.
En el arco Carrizo venía bien, pero en Lazio juega poco; Abbondanzieri fue, Andújar puede ser y los demás... ahí nomás. Nada seguro. En la otra área lo extrañamos demasiado a Crespo, el futbolista de mejor cachet y peor fortuna del mundo. Ya sufrió a Batistuta como alguna vez Clerc sufrió a Vilas y ahora llega tarde a esta superpoblación de bajitos talentosos que podrían hacerse un picnic a su lado. Lástima. Confío en el tardío pero sorprendente Sand; quizá Lavezzi, Licha o Milito, por qué no. Pero todavía falta mucho para llenar semejante vacío. Veremos.
¿Colombia? Suena absurdo, pero cada vez que vuelve al Monumental uno se inquieta un poco, por culpa del fantasma del Pibe Valderrama y aquel pesadillesco 0-5 con baile de 1993. Y Ecuador, allá, es... Passarella y la pelota que no dobla, ¿se acuerdan? The horror.


Pero no, no. ¡Tengamos fe, compatriotas! Que será misión del dios de la pelota y su nuevo ministro en la tierra devolvernos los sueños y rescatarnos de la melancolía, esa amable sensación que primero te seduce y después te abandona en el lado oscuro, con el lunático de Pink Floyd, soñando eternamente con juegos, risas y guirnaldas de colores.