Ah, el cine, su negocio y su futuro. Debe haber pocas cosas sobre las que haya menos certezas, sobre las que sea más difícil hacer futurología. Ayer veía en un canal de noticias extranjero que la industria del cine española está tratando de adaptarse a estos tiempos, y diseña un plan para cobrar un precio mínimo por las descargas de películas a través de Internet, ya que tan sólo en 2008 los internautas de ese país habían bajado 350 millones de películas de manera ilegal (los cortos amenazantes que trae cada película alquilada, y que igualan a los usuarios de Internet con delincuentes comunes, no parecen haber hecho mucho efecto). En casi un año que viví en España, pude ver que el cine no es una salida habitual ni para los chicos, ni para los jóvenes, ni para los mayores. Las entradas son caras (van de los 7 a los 14 euros), las salas están semivacías, los estrenos no difieren demasiado de las peores temporadas de la cartelera porteña. En Barcelona, la mayoría de los videoclubes no son atendidos por seres humanos: son negocios que reconstruyen el hall de entrada de un banco, donde hay un cajero en el que se recarga la tarjeta, otros en donde se puede repasar el catálogo de películas, y un tercero que despacha, misteriosamente, los pedidos. ¿Será este futuro despersonalizado el que le espera al cine?
Así y todo, y a un ritmo de un título cada dos días, pude ver algunas de las películas que se están estrenando ahora en la Argentina. Una de ellas se llama La Ola (Die Welle, 2008), del guionista y director alemán Dennis Gansel, basada en una novela del mismo nombre que, a su vez, estuvo inspirada en un experimento pedagógico y sociológico que hizo un profesor estadounidense en una escuela de California en 1967. Todo empieza con una pregunta: ¿puede volver a haber una dictadura, o incluso más, un régimen como el nacionalsocialista hoy en día, en cualquier país europeo? Y frente a las dudas o el escepticismo de los alumnos, este profesor inteligente, simpático y querido se propone recrear una microsociedad dentro del colegio para demostrar que, bueno, el autoritarismo tiene una enorme carga de seducción; y que hay ciertas cuestiones del pasado que pueden volver a ocurrir en cualquier momento: sólo hace falta una chispa que las encienda.
Otro día entré a una pequeña sala y compartí con unas diez personas la proyección de la última película de Lisandro Alonso, Liverpool (2008), que no había podido ver en el Bafici. Y si bien sigo considerando que la apuesta de Alonso es de las más interesantes de la producción cinematográfica argentina, quedé un poco desilusionado. Alonso lleva aquí el minimalismo, el retrato de la cotidianeidad, el silencio, la misantropía de sus personajes a un límite difícil de tolerar para el paladar español, e incluso para el argentino. Pero pocos días después vi Los abrazos rotos, la última película de Pedro Almodóvar, un autor al que había abandonado mucho tiempo atrás. Y me pasó lo contrario: el manierismo y la autocelebración de Almodóvar se sostienen a puro kitsch, virtuosismo y actuaciones deslumbrantes. Hasta Penélope Cruz, que logró un Oscar por la vergonzosa Vicky, Cristina, Barcelona, está impecable. ¿Cómo lograr que la película más conmovedora del año sea un drama con toques de policial negro, que tiene a un escritor ciego como protagonista? Habrá que volver a verla: se estrena en la Argentina en octubre.