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Dónde está la Gracia

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El apagón: por donde se lo mire, en los países calientes, los actos son símbolos. El proceso de memificación los torna incluso símbolos coleccionables, pósters de nuestra identidad. Desde la tilinguería argentina que compara este descenso en la oscuridad con el célebre apagón de Nueva York a Ontario del 2003 (el sueño de ser otro) hasta la competencia deportiva (tal vez sea el apagón más grande del mundo), pasando por el sofisma político (el Gobierno no sabe qué pasó, pero asegura que no volverá a pasar). La gracia del suceso viene adosada a su dramatismo. Lo abismal y lo risible se hacen sombra mutuamente.

Hay una locura social, una locura compartida, que en cada país se pinta sobre un lienzo conocido, pero anónimo. No sé qué relación hay entre la locura individual –un desorden de la salud ligado a un solo aparato psíquico– y su multiplicación lisérgica en un pueblo. ¿Quién formatea de qué manera nos volvemos locos los argentinos?

Hace poco pude ver Pobre Daniel, la magnífica obra de Santiago Gobernori. Tres actores fortísimos que lo dejan todo en la pista despojada: Manuel Attwell, Paula Pichersky y Julián Cabrera. Daniel está razonablemente casado con Elizabeth. Pero la llegada a casa de Felipe, hermano de ella, tras una larga internación psiquiátrica, viene a trastocar todas las imágenes de la normalidad. Está claro que el que está loco es Felipe y no Daniel. ¿Pero por qué esa indicación del título se hace cada vez más inquietante? Gobernori es un maestro en este asunto de esquivar lo obvio y traer en cuerpo a la gracia: lo hace como actor en cada oportunidad y basta recordarlo haciendo de bebote híper demandante de la difuntita Correa junto a la Flechner en La madre del desierto para comprender que no hay muchos actores que se enfrenten sin reparos a las formas indómitas de la gracia. En Pobre Daniel nada es previsible. El instinto de Gobernori y sus irreverentes cómplices los mueve todo el tiempo de las casillas conocidas; ni esto es la locura ni lo otro es completamente sano. La clave está en los saltos en el punto de vista, esa mutación que el teatro ejecuta como parte de su ABC y en cambio el cine suele retacearnos temiendo que nos confundamos en la identificación.

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Por si esta demostración de gracia y de talento no fuera suficiente, detrás de Pobre Daniel se puede ver La verdad efímera, la otra obra de Gobernori, completamente distinta y a la vez absolutamente complementaria.

Como no se puede resumir lo que pasa me ahorraré el párrafo en el que intento contar el argumento: la impredecible Sabrina Zelaschi y Victoria Baldomir (una Pilar Gamboa reconectada a 220 volts) intentan meterte contra reloj dos docenas de temporadas de algún tipo de pastilla de Netflix y encarnan no sé cuántas historias al mismo tiempo sin que pierdas el hilo y sin que entiendas cómo es posible entender lo que pasa: un circo traicionado por un enano maldito, lesbianismo editorial neoyorquino, venta de terrenos en Purmamarca, pasados remotos de orgías de clase en tierras de Urtubey. Igual que en la realidad, es imposible predecir el próximo movimiento de los acontecimientos, que tienden a engancharse por nexos muy laxos, con una causalidad parecida a la de los apagones. Una serie de pequeñas fugas de sentido muy enganchadas que se encaminan a una catástrofe sin nombre.

Leo con desconfianza las reseñas sobre Gobernori: todas son muy buenas, pero no dejan de repetir “absurdo” como un mantra parakultural de los 80. ¿Si esto es absurdo, qué queda para Yacyretá? Yo sostengo que hay muchas maneras de referir a lo real; incluso de traerlo de los pelos a la escena. Toda indagación en las formas enloquecidas con las que un pueblo liga causas y efectos es una apelación indirecta y urgente al realismo más crudo y duro. Y hablando de urgencias, estas obras están a punto de bajar. No se las pierdan, rompan esa campana de silencio publicitario que esconde estas dos perlas. No están en un espacio central sino en Defensores de Bravard, ese reducto alquímico y libérrimo que llevan adelante Santiago Gobernori y Matías Feldman y que me hace pensar –como un viejo choto– que hay esperanza y mucha para el futuro del teatro porteño.