Una vieja leyenda dice que antes se enseñaba a escribir con los diarios, que en los diarios era posible hallar un buen escribir. Desconfío profundamente de las viejas leyendas, así que nada de lo aquí dicho deberá tener olor a nostalgia. Pero, sin ánimo de cotejar con el pasado, es relativamente sencillo observar que asistimos a unos de los momentos de mayor pobreza literaria en los medios gráficos. Desde el éxito de la categoría infraintelectual de “la gente” como colectivo de pertenencia social, impuesto por algún matutino que, a esta altura, parece que él mismo estuviera parodiando a la revista Barcelona y no al revés, hasta fórmulas como “el gobierno salió a pegarle a la oposición” (¿De dónde salió? ¿De su encierro? ¿De la cárcel? ¿Del closet?), sólo mi formidable pereza me impide armar un catálogo de lugares comunes y torpezas sintácticas leídas a diario. Pues suspendo aquí este grave alegato, que alcanza también muchas veces a los suplementos y revistas culturales donde, se supone, debería escribirse con cierto estilo. Por eso, es raro y agradable encontrar textos inteligentes, agudos, eruditos y hasta irónicos en el amplio mundo de la prensa. Este suplemento es uno de los lugares donde, muchas veces, ocurre tal experiencia. Pero tampoco avanzaré por ese camino, a riesgo de ser acusado de obsecuente (alcanza con leer la nota de Chitarroni sobre Nabokov para entenderlo). Repararé, entonces, en dos crónicas publicadas recientemente en medios de la competencia. Una, sobre 6, 7, 8, escrita por Esteban Schmidt en Rolling Stone; la otra sobre Gardel, por María Moreno en Ñ.
El talento de Schmidt reside en imponer, de entrada, una mirada lateral sobre el tema. O mejor dicho, una entrada al tema por un personaje lateral: Cabito. El panelista que todos queremos ser (es decir, el que no se sabe para qué está). Y más aún: ingresa por las llaves de su auto, por la forma en que sostiene las llaves, y desde allí, desde ese gesto que a otro hubiera pasado inadvertido, despliega un conjunto de observaciones de una frialdad magistral, como un in crescendo en el que se mezcla una lupa política (que piensa al programa, y más lejos, al kirchnerismo, con la densidad conceptual y los méritos que corresponden), estiletes de malicia, datos incomprobables (¡pero allí reside el encanto de una crónica!) y un final impecable sobre el lugar insoportable de Orlando Barone. De Cabito a Barone, Schmidt piensa la crónica como un viaje desde la periferia al centro, en el que el “caso 6-7-8” es un punto de pasaje hacia ese lugar de llegada, al que nunca se llega.
Decir que María Moreno escribe bien es tan obvio como decir que el Sol sale por el Este o que el agua hierve a cien grados a nivel del mar. Convertida en obviedad, no deja entonces de ser interesante volver a preguntarse qué significa escribir bien, en esta época en que los medios (y las editoriales) están abarrotados de empleados que escriben bien (egresados de escuelas de periodismo, de Puán, de talleres literarios, de becas diversas: hoy en día redactar una frase correctamente se ha vuelto un commodity). El secreto de Moreno no reside, entonces, en escribir bien, sino en pensar distinto. Sus crónicas periodísticas tienen algo ausente en la mayoría de las prosas “bien escritas”: una estrategia frente al texto. Así comienza el artículo: “Gardel me irrita”. Para luego avanzar, bajo el modo de la máscara autobiográfica, en su retrato de adolescencia: la chica de 14 años, presa de algún tipo de depresión, que en lugar de volverse beat escucha a Gardel en la radio de trasnoche. Y desembocar, finalmente, en una teoría personal, inclasificable, única de la lectura (y volver a su amor por Gardel). La crónica como un modo solapado de la autobiografía descentrada (o viceversa).