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Dos memorias rusas

Los dos capítulos dedicados a su relación con las librerías están entre lo mejor que se escribió sobre el tema.

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Releyendo, releyendo, me paso el tiempo releyendo. ¿Será a causa de la cuarentena? Más que cuarentena diría cincuentenario –mi edad–: a esta altura del partido, encontrar una novedad que me interese se va haciendo cada vez más difícil. Como decía Ennio Flaiano, “solo tengo planes para el pasado”. Entonces vuelvo sobre dos libros de memorias de dos de los más grandes rusos del siglo XX. Primero Diarios de la revolución de 1917, de Marina Tsvietáieva en, como de costumbre, excelente traducción de Selva Ancira, publicado por Acantilado en Barcelona en 2015, año en que leí el libro por primera vez. Releído ahora, me surge el mismo pensamiento que entonces: Acantilado tiene fama de gran editorial. Dicho reconocimiento lo debe haber obtenido de algunos de sus libros, pero no de este. Diarios… es una recopilación de textos diversos de los que no se cita la fuente original, no sabemos con qué criterio fueron elegidos (y con qué criterio otros fueron descartados), no hay un prólogo –o al menos una mínima nota del editor– que informe el contexto en que los textos fueron escritos, y se incluye un fragmento de Indicios terrestres, sin mencionar que ese libro, en versión completa, ya había sido traducido –por la misma traductora– en la extinta editorial Versal en 1992. Un pena, porque sin saber ruso –y por lo tanto, sin poder cotejar con la fuente original– sí leí una edición en francés (Les carnets 1913-1939, Editions des Syrtes, París, 2008, traducción de Eveline Amoursky y Nadine Dubourvieux) de 1.126 páginas, en los que evidentemente hay muchísimos pasajes incomprensiblemente dejados afuera en la edición de 224 páginas de Acantilado. Editar bien no consiste en poner al comienzo un par de páginas en papel bordeaux y que el libro salga caro. No obstante, Diarios… (en especial los tres primeros textos: Octubre en un vagón, Libre tránsito y Mis empleos) transmite esa mezcla da angustia, ansiedad, locura y talento extremo, propio de Tsvietáieva. 

Aquí, como en ninguno de sus textos, asistimos al clima de descomposición social ruso (lado B de toda Revolución) que rodeó, hasta la muerte, a Tsvietáieva a lo largo de toda su obra.

El otro libro es Memorias inmorales, de Sergei Eisenstein, que leí hace mucho, en una edición de Javier Vergara editor (Buenos Aires, 1987), traducido no del ruso sino del inglés, a partir de la traducción a ese idioma de Herbert Marshall, amigo y alumno de Eisenstein. Honestamente me acordaba muy poco del libro o, en todo caso, no recordaba dos cosas. Una importante, la otra apenas una nota de color. La importante es la centralidad de la formación literaria en la vida de Eisenstein (menciona a autores que intuyo eran muy poco frecuentados por los rusos de esos años, como Edward Lear). Los dos capítulos dedicados a su relación con las librerías (en Rusia, México, París, Los Angeles, etc.) están entre lo mejor que se escribió sobre el tema, ahora que escribir sobre librerías está, casi, de moda. La nota de color son las varias veces que menciona a Argentina. En especial su viaje frustrado a Buenos Aires, invitado por Victoria Ocampo, a quien no nombra (hay un número de Todo es historia, que compré en esos años en el kiosco de la estación Perú del subte A, que incluye una muy buena nota informativa sobre el asunto. No recuerdo el autor, pero no debe ser difícil rastrearlo).

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