En la noche deslumbrante de una Buenos Aires diseminada como interminable planicie urbana, una alfombra de luces se extiende hasta el horizonte remoto. El avión gira sensualmente sobre su ala izquierda y se encamina a la cabecera de la pista. Desde la cabina a oscuras, advierto en tierra dos imanes eléctricos potentes.
Sus luces lechosas y agresivas estallan, convertidas en prioridad nocturna, luminosidades perentorias que descuellan en la penumbra. Registran con sus focos lo principal de la noche. Abajo, el Monumental asiste a una nueva derrota de River. A pocas cuadras, el viejo templo del turf, el Hipódromo de Palermo, también encandila en la relativa oscuridad circundante, una catarata de kilovatios por hora gastados para iluminar el coloso lúdico donde miles de tragamonedas mantienen en vilo la imparable máquina del juego.
Es la noche de un lunes de trabajo. El barrio de River está cerrado al tránsito a varias cuadras a la redonda una hora después de que terminó el partido, como si la jornada laborable no importara y el fútbol tuviera la monárquica prerrogativa de suspender o cancelar todo en su nombre. Mientras tanto, junto al Hipódromo, centenares de taxis entran y salen toda la noche, transportando jugadores que llegan ilusionados y se van perdedores.
En la Argentina, trabajar, cumplir y producir son acciones habitualmente satanizadas, calificadas de berrinches reaccionarios, obsesiones pequeñoburguesas, caprichos destituyentes de gente preocupada por las formas; siempre hay razones para cortar, suspender, dar asueto, interrumpir y festejar o protestar por algo.
En la noche normal de Buenos Aires, una sola y elocuente vista aérea muestra el país real e irrefutable. Fútbol y timba dominan el escenario y prevalecen. La Argentina acepta el fútbol y el juego “para todos”. Todo el tiempo, todos los goles, todas las timbas.
En el canal oficial, al que con la negligencia insufrible de muchos se lo sigue llamando televisión “pública”, los partidos dominan y condicionan cotidianamente la grilla, lo mismo que en otros medios privados, cuyos contenidos son regularmente vandalizados por el sacrosanto fútbol. Y como si ese fútbol explotado ahora por la sociedad AFA/Casa Rosada fuera insuficiente, entre martes y jueves se juegan copas y torneos regionales. En la Argentina se juega y se transmite fútbol de tarde y de noche no menos de seis días por semana.
El juego ha cristalizado una rutina imponente en la Argentina, donde los casinos no cierran nunca. Las 24 horas de los 365 días hay máquinas, ruletas y bingos abiertos en todas las ciudades del país. Esto, que nadie cuestiona, goza de supremacía aterradora. La Argentina ha resuelto doparse a muerte con la droga de un menú pletórico de entretenimientos adictivos. Hoy ya no gobierna, se nos consuela, el neoliberalismo permisivo y malvado que demolió al Estado en los años noventa, ahora reina un nuevo “modelo”, basado en la producción, el trabajo y la creación de valor agregado.
Sin embargo, timba y fútbol cotizan en alza y a la cabeza. Nada se puede contra ellos. A la hora de los partidos, recorrer el dial de la radio en AM es desolador: los transmiten el 97 por ciento de las emisoras, sacralización de un presunto “derecho” popular al fútbol eterno. No hay más goles “secuestrados”; hasta periodistas de sólidos antecedentes profesionales y matriz ideológica de izquierda alegan, incluso desde medios adversos al Gobierno, que les parece formidable que el Estado gaste mil millones de pesos por año para financiar la explotación privada del fútbol.
La timba es invencible, su blindaje no se puede perforar y no se puede ir contra ella. No hay estrategias ni programas de gobierno que procuren torcer, aunque sea tibiamente, la inexorabilidad de esta maquinaria de ensimismamiento e intoxicación colectiva. El realismo dominante propone resignación fatalista, aceptación del statu quo y un pretendido pragmatismo, responsabilidad funesta de quienes, proclamándose intelectuales comprometidos, no se animan ni a cuestionar la obscenidad de esta capitulación ante el poder del dinero.
El relato oficial no habla de cultura del trabajo. Con una espesa sopa de retórica progresista les alcanza para anestesiar o comprar las buenas conciencias.
Pero la mirada de la Ciudad desde el cielo porteño no me engaña. El país ha sido colonizado por el juego, que no es en la Argentina una mera actividad privada más, sino una herramienta política central. Concesiones, franquicias, permisos y normas emanadas del poder actual encuadran, protegen y preservan el dominio de una plutocracia timbera que domina la geografía nacional. En las ciudades de provincia, bingos y tragamonedas se instalan al lado de los bancos donde los empleados cobran su sueldo. Cuando lleguen a casa podrán zambullirse en el televisor y ver fútbol non stop, todos los días.
Drogas poderosas, adictivas y oficialmente estimuladas, timba y fútbol brillan de noche, pero sus negocios infinitos dominan el día. Una penuria espiritual muy llamativa cubre las conciencias, como una húmeda manta, desagradable pero conocida y, por consiguiente, aceptada. En nombre de la transformación y el progreso, mientras que rutinariamente epígonos del privatismo noventista piden hoy desde el Gobierno que no se les pongan palos en las ruedas (el caso Boudou es una epifanía del cinismo), el mecanismo de captación de dinero y almas rueda con lubricada y fatídica excelencia.
La Argentina oficial no habla de cultura del trabajo porque prospera desde su proverbial adicción a la especulación. En la noche porteña que mis ojos recorren con fruición y melancolía, brilla lo que está encendido. Reinan espacios que enganchan como droga, onírica infatuación de una sociedad que se la pasa gritando gol y sigue apostando.
El Viernes Santo, que encima fue 2 de abril (Malvinas, 649 argentinos muertos en 1982), Racing jugaba contra Atlético Tucumán, y Huracán contra Colón, ambos televisados. ¿Dios ha muerto? Reina el modelo. Viva la droga. ¿Todo bien?