Vamos, con Claudio Barragán –ex pintor, escultor, escritor en ciernes, perpetuo proveedor de anécdotas de carácter estético y sicalíptico– a la exposición de Tomás Saraceno, Cómo atrapar el universo en una telaraña. Es sábado por la tarde y por lo menos la mitad de los porteños de buen pasar aprovechó las Pascuas para rajarse a Chile a comprar porquerías electrónicas o a buscar tornillos y pedazos de madera y cemento en la arena de las playas pinamarenses.
Entretanto, una parte de la mitad restante hace cola para contemplar el tejido arborescente que infinidad de arañas del norte argentino tramaron para establecer la iluminada relación de semejanza. Cada vez más, los astrofísicos encuentran filamentos en la materia oscura que permiten contemplar el universo como una trama que tiene a las galaxias como puntos fijos de su telaraña; cada vez más, las arañas tejen su red para atrapar insectos que tiemblan y se agitan antes de ser envueltos por el hilo de seda de su captura. Según se sabe, en su propia escala, no hay en el universo materia más sólida que la tela que la araña teje, cosa que aún no es pasible de ser dicha acerca de esos filamentos intergalácticos, lo que permite suponer que, si Dios existe, quizá no haya sido capturado aún en alguna de esas líneas de trazado. Pero el problema no es Dios, sino las políticas de sentido que fuerzan a definir qué es y qué no es arte, y cuándo lo que poseía significación de tal la pierde y termina arrumbado en los depósitos.
La historia del arte es también la historia de los sepulcros donde muertos ayer ilustres comprueban que nadie riega sus flores. Paralelamente a la exposición exitosa de Saraceno, en el mismo museo hay una de Antonio Berni y otra de arte abstracto argentino, signos en rotación que parecen derivar lentamente hacia ese destino de olvido, a esa espera de resucitación y rescate.