En Iowa, un estudiante me llamó la atención sobre un fenómeno lingüístico que le parecía muy argentino. Hablando en mesas redondas o tomando un café, los nativos argentinos, en algún punto de la conversación, dejaban la boca abierta y secretaban una e, que combinaban con un esteeee, o “bueno eee”. En estos autores, la e era el salto en largo de sus laringes a una idea; la e era un medio y un masaje, una plataforma amigable a la elaboración del pensamiento. Eludían la indeterminación del silencio, el horror vacui sonoro: una secta de ovejas disfrazadas de hombres, berreando sus e.
Quizás estos escritores se estaban preparando para una nueva mutación del lenguaje. La e es la vedette del lenguaje inclusivo, la que podría destronar el reino de las palabras sexuadas, que terminan en a y o. La e denomina un sexo indeterminado, un momento imaginario donde la lucha de los sexos no existe: como la e de Edén, es la hojita que cubre púdicamente los sexos de las palabras.
La e es la vedette del lenguaje inclusivo
Hace poco volví a Buenos Aires y encontré escenas de proscripción de la o: “te amis mucho”, reza un cartel con corazoncitos en mi barrio de Palermo Tel Aviv. Conjeturé que ese amis deriva de los holis y chauchis de la prehistoria reciente flogger (Argentina fue el único lugar del mundo donde Fotolog floreció, al punto de acoger su propia tribu urbana).
Pero los floggers no crearon militancia, ni lucharon por el derecho de abortar otros floggers. Tan solo se extinguieron, legándonos su propia rama del indoeuropeo. Creo que la e tiene otro color porque es una reacción a la x impronunciable. La x circulaba en el lenguaje escrito sin que a nadie le importara una jota, pero una vez que llegó al micrófono, al podio, a los discursos apasionados, esa equis tuvo que mutar. A la x hubo que adjudicarle un valor: e. Pero la e es problemática porque es una terminación típica de sustantivos masculinos: hombre, presidente, elefante. “El patriarcado sale por la puerta y entra por la ventane”, sintetizaba el escritor Carlos Gamerro. ¿Pero cómo hablar a los plurales sin que nadie se sienta expulsado del Paraíso? Una posibilidad es que el Paraíso sea el acervo de las lenguas romance, las hijas sublimes del indoeuropeo. Como el lenguaje es un acto político y personal, yo prefiero cerrar mis mails enviando “osculi”, privilegiando la i del plural italiano, no sea que algún beso de tendencias inconfesables se ofenda.