Mientras escucho It could have been a brillant career, de Belle & Sebastian (hacía años que no lo ponía), me dio por pensar que hoy es 14 de julio. Además de Francia, no son demasiados los países que tuvieron una revolución: México, Rusia, China, Cuba, y algunos pocos más que ahora se me escapan de la memoria. Pienso en el D.F., en esas calles o estaciones de subte que se llaman Niños héroes, Insurgentes, División del Norte, ¿el efecto es ya irremediablemente kitsch o aún perdura el eco, el eco de un eco de un corte radical, el eco de una densidad histórica vuelta eso, eco, llamada casi inaudible? También puede formularse la pregunta inversa: ¿cómo es vivir en un país en el que nunca hubo una revolución? Nosotros tenemos esa experiencia. El eco de los muertos de nuestras calles proviene de otras catástrofes, otras violencias, otras tragedias. ¿Por qué razón la vanguardia es para mí un fantasma, algo que está muerto, pero con el que, de alguna forma se puede hablar, se puede dialogar; algo que puede volver de la muerte para decirnos algo intenso si lo sabemos escuchar; y a la inversa, la revolución ya no? ¿Por qué la revolución se me hace algo del pasado con el que ya no es posible dialogar? ¿En qué nombres pienso? Cuando digo revolución cubana, ¿pienso en Virgilio Piñera, en su larga vida de proscripción y oprobio? Demasiado poco se habla de Piñera en términos políticos. Hay allí consecuencias radicales, quiero decir, consecuencias políticas, sobre las que no debemos nunca dejar de pensar.
Vuelvo a los libros, que es lo mío. Y recuerdo ahora uno sobre el que vuelvo muy seguido: 1789. Los emblemas de la razón, de Jean Starobinski, un sutil recorrido sincrónico por el arte y la cultura europea circa 1789: Goya retratando la gran nevada del invierno de 1788-89, el Mozart de Cosí fan tutte (1790), y por supuesto Marat assassiné (1793), de David, capítulo que cierra con la frase más bella del libro: “El Marat asesinado, ‘pietà jacobina’, enuncia de manera magnífica la soledad fúnebre, para transmutarla en comunión según el imperativo universal del Terror y la Virtud”. Avanzado el texto, o mejor dicho, casi el final, Starobinski propone leer a la Crítica del juicio de Kant (1790), es decir, a la fascinación por lo sublime, bajo el par “horror y sublime”, lo uno nunca sin lo otro, como un modo de desconfiar de esas primeras obras maestras de la pintura sublime (los cuadros de Kaspar Wolf, por ejemplo) en tanto, “suponen de parte del espectador un sentimiento de seguridad”, para volver a su defensa de Goya en quien, precisamente, “lo sublime no podría pensarse sin la llegada del horror”.
Con el libro de Staronbinski bajo el brazo, y los auriculares puestos con Belle & Sebastian, salgo a la calle. Camino dos cuadras, hasta la plaza de mi barrio, en la calle 14 de Julio, en una zona difusa entre Colegiales y Villa Ortúzar. Pasa un perro, un auto, más perros. ¿Cómo se llamó esa calle antes de llamarse 14 de Julio? ¿Qué ecos nos trae? Antes, la plaza fue el palomar de Santiago de Ortúzar. En Luna de enfrente (1923, cuando el eco revolucionario era más fuerte) Borges le dedicó un poema al barrio (“Ultimo sol en Villa Ortúzar”), quién sabe, tal vez haya pensado en ese día 14 de julio y en esa calle que lo recuerda, cuando escribió: “La calle es como una herida abierta en el cielo”.