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Editores y editors

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La semana pasada comencé esta serie de columnas en las que me propongo eludir la política nacional para ocuparme de lo más cercano a mis actividades, la cultura y esta vida cotidiana, a la que por razones profesionales y a falta de una mejor posición de clase estoy condenado.
De modo que adiós a los ricos avaros santacruceños y al fatuo ricachón de Palermo Chico. Allá ellos y aquí nosotros, abocados a la pobre y pequeña política de la cultura. Por lo menos, hasta nuevo aviso, es decir, hasta tanto alguno de PERFIL o el propio Jorge Fontevecchia me llame a la cruda realidad del gasto de tanto papel para imprimir cosas que no interesan a nadie.

Pero a mí me interesan. En el gremio editorial, que es mi propio frente, se presentan las mismas manifestaciones que a todos nos resultan enojosas en el mundo mediático llamado “la política”. Llamo “mediático” al mundo de la política, pero a todos nosotros –escritores, periodistas, ciudadanos en general– que tenemos bien claro y decidido que la política jamás será nuestra profesión, en razón de lo cual vivimos condenados a consumir la política según se nos presenta, invasivamente, desde los medios.
Los medios son fines. Pero para nosotros –casi todos los que despreciamos la política– son verdaderos medios de contacto e instrumentos privilegiados de nuestro consumo de la política y de nuestras representaciones de los deplorables efectos de la política sobre nuestra vida cotidiana.
Los medios son instituciones, y como tales, comparten las manifestaciones que denuncian de la política: ineficiencia, corrupción y fraude.

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Y las editoriales, tema de este sábado, son instituciones que padecen los mismos rasgos.
—¿Padecen?
Sí, de alguna manera los padecen, aunque de una manera parecen disfrutarlos. Y no del modo gozoso con que disfrutan de golpes y malos tratos que todos hemos visto en tantos tramos nuestras carreras sexuales. Disfrutan en el sentido de que esos vicios-virtudes contribuyen al equilibrio de las metas manifiestas de la institución: optimizar las ganancias, preservar el orden interno y fortalecer su permanencia en el tiempo.
Hace poco una comitiva de impresores viajó a España para denunciar, ante la casa matriz, las coimas exigidas por ejecutivos de la filial argentina de una importante editorial de la península. Nadie quiso escucharlos, salvo un antiguo director editorial que pagó con su despido el error de atenderlos. Al hombre, pobre ingenuo, le faltaban apenas seis meses para la jubilación. De modo que la medida fue doblemente ejemplificadora.
Más chismes e infidencias se encontrarán en esta misma columna el sábado 21 de agosto.