Con un tatuaje en lugar propicio Mauricio Macri registra una fecha: 1994. Dato clave en su biografía, un segundo nacimiento. Y como el primero biológico en que vio la luz de 1959, no se pudo dar cuenta de lo que luego le habría de suceder. Tampoco se sabe si hoy lo ha advertido. En el 94, dos jefes políticos instalaron una reforma constitucional a su interés y conveniencia que más tarde determinaría la carrera del ingeniero boquense, fue el instrumento por el cual ha accedido a la Presidencia. Nadie, en su rubro, aprovechó con tanta ventaja aquellos cambios que introdujeron Carlos Menem para hacerse reelegir de vuelta y Raúl Alfonsín para convalidar esa intención y, de paso, instalar una serie de cláusulas que modificaron el sistema político del país. Curiosamente, el gran beneficiario de esa transformación no heredó por vía directa a aquellos líderes, tampoco a sus partidos, aunque se haya servido de ese engendro bipartidista.
Gracias al cuerpo del 94, Macri pudo llegar a la Jefatura de Gobierno porteño por la habilitación concedida a los ciudadanos de ese distrito para elegir a su alcalde. Como se sabe, hasta entonces la Capital padecía la condena de ser regida por un representante del Poder Ejecutivo, era rehén de un mandatario ajeno. Merced a la innovación, por allí se filtró el primer acceso del ingeniero a las grandes ligas. Si entonces no había pensado en ese obsequio del cielo, menos imaginó que la eliminación del Colegio Electoral en esa reforma habría de facilitarle la llegada a la Casa Rosada. De haber persistido ese sistema de electores anulado por el Pacto de Olivos en el cual la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal no eran tan dominantes, en el sillón que hoy ocupa Macri estaría plácidamente sentado Daniel Scioli, ya que éste triunfó en 15 provincias. Por si no alcanzaran estos regalos institucionales, imprevistos, ni siquiera estudiados por él, Macri usufructuó otra incorporación: la segunda vuelta electoral, el ballottage, que en Francia impuso el delicioso extravagante Napoleón III y que la Argentina adoptó bajo formas aún más extravagantes en su aplicación. Opiniones aparte, ese instituto ha sido la pieza más decisiva para la consagración del nuevo presidente argentino.
Sin embargo, las mayores contribuciones al gradual esplendor de Macri fue aportado por el matrimonio Kirchner, quienes desde su alcazaba política siempre lo devaluaron. Y, como se sabe, el desprecio oligárquico no es sólo del rico al pobre. Primero Néstor, a principios del 2000, quien invitado a la platea de Racing por un amigo del ingeniero (Fernando Marín), siempre se negó a cualquier tipo de diálogo bajo la excusa de que Macri no podía aspirar a cargos prominentes sin haber hecho el curso previo, la travesía de los votos, por legislaturas o intendencias. “No se puede entrar a esta actividad por la claraboya, por el imperio de los millones”, refunfuñaba. Aunque parecía impulsar la nueva política, rechazaba la eventualidad de que un dirigente ajeno a ese medio se formara y trascendiese desde la titularidad de Boca Juniors. Error de inicio. Después, ya en ejercicio, Néstor se volvió a equivocar: junto a Alberto Fernández, conjeturaban que “Mauricio quizás algún día llegue a la Presidencia de la Argentina, pero nunca será jefe de gobierno de los porteños”. Así menospreciaban la candidatura del ingeniero a la Ciudad, convencidos por encuestas de que la opinión pública porteña cuestionaba al candidato del PRO, que una mayoría inmóvil juraba que “nunca lo votaría”. Aunque fueran ciertos los sondeos, ni por un instante el mandatario entonces evaluó la volatilidad cambiante del electorado, ni se molestó por diseñar una figura alternativa. Ya se bastaba a sí mismo, podía elegir a su mujer como sucesora y, por supuesto, ocurrió con Macri todo lo contrario de lo que pensaba.
Luego, el mismo Néstor ya con veleidad estratégica, empezó a diseñar el criterio electoral de una Argentina de centro-izquierda y otra de centroderecha –como si fueran categorías estáticas– en la cual su dinastía siempre sería victoriosa, si naturalmente podían controlar el poder el día de la votación. En la provincia de Buenos Aires, sobre todo. Y gozaban de confrontar con personajes como Macri que artificialmente lo suponían congelado en un sector ideológico que ni siquiera frecuentaba. No advirtió esa transformación del ingeniero por más que éste la proclamara. Igual no prosperó esa reforma política de propósito eterno, la ya viuda dejó de interesarse en esa menudencia, sólo mantuvo el concepto de la división societaria, reducida a los buenos y los otros.
Perfecto. Macri, en ese esquema, representaba el challenguer ideal, el competidor preferido, para tratarlo como muñeco de kermesse. Además, al ingeniero le costaba exceder los límites capitalinos, constituir un núcleo nacional y hasta parecía dominado por la cultura hegemónica de los K. Le temían menos que a Sergio Massa. Así atravesó hasta buena parte del 2015, pero la obligación de la campaña ofreció variantes, oportunidades y, Cristina, incapaz o fatua, se encaprichó con designaciones infelices, tanto para ungir como para voltear. Como Macri no significaba un peligro, se daba el lujo Aníbal Fernández, de triscar con una Cámpora insolente, dinamitar a su propio candidato Scioli o apartar a Florencio Randazzo. Trazos gruesos de la hecatombe, Ella también lo hizo presidente al ingeniero.
Quien ha jurado el 10 no sólo debe agradecer a quienes lo votaron y a sí mismo por su aplicación política. También merecería una consideración afectuosa para quienes hicieron la reforma del 94 y, sobre todo, al matrimonio Kirchner que primero le puso levadura para su proyecto de Jefe de Gobierno porteño y, luego, aumentó la dosis para su aterrizaje en la Casa Rosada. Todo en diez años, casi un récord del matrimonio. Nobleza obliga.