Soporto una pasión malsana y más o menos incontrolable (me abandono a ella) por las películas de destrucción, sobre todo cuando ésta se asocia con una catástrofe natural: terremoto, tsunami, volcán, meteoro, cataclismo, enana blanca, estallido estelar. No sé qué deseos perversos podrían leerse detrás de una gula visual semejante, sobre todo porque, al mismo tiempo, la muerte, la desdicha y el sufrimiento me llevan a la angustia. A lo mejor es que percibo tanta muerte y tanto dolor a cuentagotas a lo largo de los siglos y el ejercicio irresponsable del capitalismo que prefiero imaginar un final instantáneo y glamoroso de todo lo existente, en lo que tarda en desaparecer un mundo entero. No habría casi tiempo de darse cuenta, apenas un último suspiro colectivo que se perdería en el fondo del espacio.
Algunos observadores perspicaces de la arquitectura y el urbanismo japonés (Roland Barthes, Reynaldo Ladagga) han insistido en el vacío central que organiza la vida ciudadana en el Japón (particularmente en Tokio). La misma disposición precaria de los edificios parecería tener que ver con la inminencia del desastre.
Yo no sé qué habrá de cierto en eso, pero sé que los japoneses llamaron Godzilla a una pesadilla, a una deformación de las fuerzas naturales (tradicionalmente veneradas por la religión nativa, el sintoísmo, esa sofisticadísima forma del animismo naturalista, con sus millones de deidades minúsculas).
En tres tiempos, Japón nos ha ofrecido el pasaje del temblor tectónico a la aparición del Mal capitalista, mediado por la devastadora potencia de las aguas.
Yo, que he devorado todas las imágenes de destrucción que alguna vez se hicieron, nunca vi nada igual (gracias a la disponibilidad de las tecnologías de reproducción de las que hoy disponemos, pero eso es otra historia) a los videos de YouTube donde la ola se tragaba todo: barcos, autos, casas, galpones, bosques y sembrados. Comparativamente, las imágenes satelitales que mostraron las sucesivas explosiones de la central atómica de Fukushima eran poco interesantes, casi anodinas. Y sin embargo, el Mal se percibía más en esos invisibles gorgoteos de soberbia radiactiva que en el ajuste de cuentas de las capas geológicas. De un lado la inocencia del temblor (con toda su potencia de aniquilación, que hiela la sangre), del otro la miopía del “qué más da” civilizatorio. La catástrofe natural es una fuerza ciega y pura; el desastre tecnológico, el resultado de la irresponsabilidad histórica. La religión es el refugio de una; la política, el destino del otro.