Estamos con la heladera vacía a media tarde y no da para salir a la calle a chancletear en el asfalto viscoso. Por otro lado, mejor que esté vacía: metemos medio cuerpo adentro para refrescarnos cada vez que se corta la luz y el calor desciende como una nube de algodón sobre el departamento a oscuras. Faltan como mil horas para que llegue la noche o la lluvia y las esperamos quietos, boqueando.
Nos quedamos sin nafta a 50 kilómetros de todo y toca caminar o esperar a que alguien venga a recogernos. Midiendo las probabilidades, es mejor caminar. 50 kilómetros más adelante hay algo que puede o no ser un oasis y que, dada la situación, nada perdemos con imaginar como un oasis. Pero hay que cruzar el desierto. Mientras caminamos pensamos que no llegamos (con perdón de la aliteración), que esto no aguanta. Que el calor nos volverá locos y nos mataremos los unos a los otros como esos peces siameses que se devoraban entre sí en la película de Coppola. Rumble fish les decía Mickey Rourke, el chico de la motocicleta, y los comparaba con las banditas del gueto, apretadas en el calor y el hacinamiento del gueto, devorándose entre sí ante la mirada impávida o satisfecha de los policías irlandeses. (Mirá los peces, le decía sobre el final de la película el chico de la motocicleta al policía irlandés, no se pelearían entre ellos si estuvieran en el río, si tuvieran espacio para vivir). Así nosotros, mientras atravesamos los 50 kilómetros de desierto hasta el oasis que tal vez sea sólo un espejismo.
(Me cuenta una amiga que a los estudiantes de una universidad del conurbano los suele agarrar la policía para que los acompañen de testigos en las razias a las villas de la zona. Arriesgar la vida en un operativo policial es un deber civil, al parecer. Al estudiante le ponen un chaleco antibalas y lo arrean como mascota. A veces no pasa nada y se vuelve con una historia para la cena. Pero otras veces vuelan los tiros ante la mirada aterrada del pibe que hace un minuto pensaba en el examen de química y ahora piensa si saldrá entero de esta ciudad de Dios. Esta anécdota no tiene mucho que ver con el resto; no es fácil llenar cuatro mil caracteres sin luz ni agua.)
Si querés garpar 200 pesos de luz cada dos meses no podés pretender que funcione siempre, decía un tuit hace unos días sobre los apagones aleatorios. La premisa, en principio, aplicaría también a trenes y celulares (aunque tiene su contraejemplo en educación, donde gastamos más e igual no funciona). Si pagás barato no podés pretender, es la premisa. Pero ¿hasta qué punto es cierto? Nadie avisó que la tarifa subsidiada daba para 20 días de luz en verano, o que el abono telefónico incluía sólo dos hora de internet por día, o que el boleto barato venía con una ruleta rusa. ¿Cómo explicar ahora la letra chica del contrato populista, después de años de fiesta autocelebratoria y con 35 grados a la sombra? Esta penumbra caliente no es el mejor ambiente para reescribir el contrato, para racionalizar sus vueltas de 180 grados o las piruetas patéticas de sus becarios. Mal momento para explicar la naturaleza determinista de la década palíndromo: del corralito al desendeudamiento al palo al corralito, de la recesión a las tasas chinas a la recesión, del 20% al 54% al 30%, del descenso de Videla al ascenso de Milani. Y ahora resulta además que no teníamos ni para pagar la luz. El calor no ayuda, genera explosiones de bronca contenida, reacciones violentas, nos hace olvidar que el relato murió una muerte lenta y penosa en los últimos dos años y que hoy lo que queda es rescatar al país que estuvo hasta hace poco poseído por el relato. Nos queda rescatar el futuro, aunque más no sea para distraer la mirada de esta coyuntura pegajosa. Futuro es una palabra con resonancias líquidas, refrigeradas.
Nos quedamos sin nafta a 50 kilómetros de todo y por más que gritemos nadie nos vendrá a buscar. Estamos por las nuestras, como siempre. Así que hay que secarse el sudor, sacar las patas de la arena, levantar la mirada, cruzar el desierto.
2014 es el año del desierto.
*Economista y escritor.