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El artista de la noche

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Los caminos de la vanguardia son inescrutables, pero en la Argentina todos llevan o se cruzan con Sergio de Loof. Como Kali, la diosa hindú de la vida y la aniquilación, el itinerario de De Loof comienza en la noche. Si no existe, hay que crearlo en lo oscuro.

El mundo de Sergio de Loof descorrió su telón en el Museo de Arte Moderno el jueves pasado, en una exhibición antológica que se despliega en nueve salas, un viaje yoico y comunitario titulado ¿Sentiste hablar de mí? Bajo el amparo de la noche, durante tres décadas, Sergio de Loof trabajó sobre hiperobjetos: piezas-instalaciones que amalgaman el boliche, el centro cultural, los desfiles de moda, el carnaval, el kitsch burgués, el glamour del Altiplano, el collage de disonancias, el espíritu aristocrático del capricho y la devoción por la chuchería. Curada por Lucrecia Palacios, la exhibición imita el laberinto mental de un demiurgo moderno.

“Cuando escuchaba a Lucrecia Martel emocionada presentando a Pedro Almodóvar, yo lloraba. Porque hablaba de mí, Almodóvar c’est moi”, confiesa De Loof sentado en un trono estilo Luis equis. Pero si Almodóvar hacía películas con el sabor de la movida madrileña, De Loof había inventado la noche porteña para que viviéramos películas en sus decorados espléndidos y decadentes. Creador de El Dorado, el Morocco, Club Caniche, Ave Porco y Café París, el universo De Loof era la plataforma donde las individualidades se paseaban y se seducían, una red social avant la lettre que, a veces, se filtraba al día: las míticas columnas de Laura Ramos narraban esta bohemia porteña de los 90 fresca, primal y palpitante, poblada por chicos-chicas y amores perros.

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Si Duchamp agarraba un objeto ordinario y lo hacía devenir arte, De Loof imantaba los objetos y los volvía vida, caos, boliche, alta costura en estado de delirio y música alrededor. El ready made es solo un abc para De Loof, toda su estética es el reencantamiento de un olvido, un soslayo que su sensibilidad eleva (i.e. el flair indígena o el suburbio latinoamericano). Si algo había nacido trash, De Loof le inventaba un ascenso social a su paraíso de sedas y brocato, para que el trash viva y respire, y se luzca. Convirtió la noche en institución, en curaduría, pero su aura nunca fue la del museo, si no la de la ópera. Los freaks, dandies, drag queens y mariconi encarnaban la desmesura del ser en estado de expansión y autoexploración.

De Loof es el artista de la utopía liberal de la posdictadura, cuando no había grietas entre las cosas, cuando la identidad de las cosas podía fluir y mezclarse: lo bajo y lo alto, lo popular y lo exquisito, los principios ancestrales femeninos y masculinos. Luego sobrevendría el revival (actual) de la ideología como dadora de sentido y pegamento de las relaciones sociales, un paradigma inmensamente más fóbico y puritano. Pero en el mundo De Loof, la única ideología es el gusto, ese eterno desclasado del high art.

En un salón verde “pistaccio-pensión” (De Loof dixit) se relame la conciencia del artista. Hay cinco selfies pintadas, frases enmarcadas y escritos de no más de 140 caracteres, casi una traducción museica de Twitter o Instagram. El rigor del caos deloofiano rige la muestra. Para esta muestra fue esencial la Fundación IDA, a la que De Loof donó su archivo (por sugerencia de los Mondongo) que IDA restauró y se despliega en videos y cuadernos en esta exposición. El equipo de brillantes curadoras del Moderno ya probó su audacia para transformarse al son de artistas-mundo; en esta muestra colaboraron con el Museo del Cine y del Complejo Teatral de BA, entre otros. Diva tierna y exigente, Marilyn barbuda, De Loof hace de las suyas y la comunidad del Moderno lo mima.

La ópera regresa: la Orquesta Sinfónica Municipal corta la avenida San Juan y toca el Adagietto, hit de Muerte en Venecia de Visconti. Una generación de artistas se congrega a celebrar al dios de la noche, héroe del trash rococó. “Creo que esta muestra es lo más importante que hice en mi vida”, tipea Sergio en Facebook. Su arte siempre trabajó en mayúsculas, pero entonces nuestra vida no estaba traducida a texto, a unos y ceros.