Tal vez no era una fiesta; parecía, más bien, una encerrona para emborracharnos. Estaba en Arequipa, una ciudad señorial en los Andes, cuando explotó el conflicto en Bolivia: las noticias llegaban de intelectuales bolivianos dolidos, decepcionados por Evo y su deriva autoritaria: desconocer que la gente había votado en un referéndum que no debía reelegirse, detener las elecciones cuando vio que no ganaría en primera vuelta, reanudarlas dándose por vencedor. Me cuentan que la policía se amotina porque se rehúsa a obedecer la orden de Evo de reprimir la protesta legítima y furiosa, lo que generó una situación extraña: en El Alto los civiles protegían a la policía, dándoles de comer y haciendo guardia para que no los maten los partidarios de Evo. Todos esperábamos ver la reacción de las fuerzas armadas: si acataban el mandato de Evo de reprimir podría estallar un baño de sangre.
Pero los militares se negaron a reprimir. ¿Por qué Evo, benéfico para Bolivia en tantos aspectos, no nombraba un delfín, un Medvedev, afianzando su proyecto político en forma legal? Su obsesión por ser el único mandamás lo llevó a cometer un crimen de lesa democracia, desconociendo la voluntad popular.
En Perú, seis ex presidentes han sido condenados por corrupción: las instituciones andinas tienen una fortaleza desconocida en Argentina. Cuando leo que los dirigentes bolivianos renunciaban, que los grupos indígenas le pedían la renuncia porque, con su accionar ilegítimo, ya no había vuelta atrás en ese pacto electoral traicionado, veo también a un pueblo amable, que amó a Evo y no le perdona que se ubique por sobre la ley.
Como Theresa May, Jeanine Añez asume el máximo cargo en medio de un caos por una votación desoída. Una mujer pequeña abrazada a una
Biblia gigante con uñas pintadas de rosa, como si fuera un escudo, como si la fe (la idea de la fe) fuera la última autoridad en pie. Su rol es llamar a elecciones, no perpetuarse en el poder.