Nadie imaginó que Franco cruzaría los aires en una pequeña carroza de acero, ni que el espíritu de Pinochet volvería a sobrevolar Chile. Los Andes y el Pacífico exigen un ojo alado, por eso Chile inventó la poesía aérea: Carlos Wieder, el poeta fascista que escribe en los cielos de Estrella distante de Bolaño, tuvo su precursor en Raúl Zurita, y Diego Maquieira hace poemas con Sea Harriers; era obvio, cuando Sebastián Piñera citó al uruguayo Mario Benedetti, que todo se iría al tacho.
Luego Piñera adoptó la pose del dictador bananero y declaró la guerra entre computadoras viejas y milicos, en un war room pobre de gente con miedo. Leo las cifras de muertos y represión a manos de los “pacos” y me causa tanta repulsión como ver a Nicolás del Caño saludar el caos chileno como una porrista sedienta de sangre. La izquierda es una sommelier de muertos, seleccionados según prestigien sus reclamos. Bachelet denuncia 7 mil asesinatos políticos en la dictadura de Maduro, pero ¿a quién le importan esos muertos? Si no es como Maduro, Piñera debería poder demostrar que el ojo volador de su Estado puede discriminar entre la gente común y los incendiarios.
Veo fotos de las estaciones quemadas, de pacos drogándose con producto andino antes de reprimir, y pienso en cómo serán las protestas futuras cuando la gente tome la calle porque quiere la vida eterna. Pronto la vejez será una enfermedad más, cuya cura será un asunto de ricos pioneros. Llora Nicolás: solo la libertad del capitalismo permite aspirar a la inmortalidad individual.