A Cortázar le obsesionaban los relojes. Le dedicó al menos tres breves composiciones, en las que dejando de lado sus diferencias lo que hace es quejarse de las responsabilidades que implican poseer uno: darle cuerda, estar pendiente de la hora que registran los otros relojes o los anuncios periódicos en la radio; el miedo de perderlo, de que nos lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa, etc. En un poema menciona otro reloj, regalo de Paul Blackburn, su traductor al inglés, de hecho el introductor de Cortázar en los Estados Unidos, que tiene una ventanita en el lado derecho que indica el día del mes. Cosa inofensiva siempre y cuando el reloj no marque las tres y cuarto, momento en que no se sabe qué día es. En suma, declara Cortázar, ¿quién tiene a quién? Cuando nos regalan un reloj nosotros somos los regalados, nosotros somos el presente para el cumpleaños del reloj.
Hay extrañas analogías entre el reloj y la pretensión de ser los artífices de una obra. La obra, como el reloj, requiere de nuestra energía, nuestra atención y cuidado. Alguien demasiado pendiente del desarrollo y camino que toma su obra es alguien tan esclavo como Cortázar poseedor del reloj. Tal vez es por eso que al escritor demasiado pendiente de su obra se lo ve casi siempre atribulado, con la mirada dirigida al suelo, absorto y un poco melancólico, afligido y un poco abatido. Es la pesadumbre del que de regalado se convirtió en regalo. Su vida ya no es su vida. Su tiempo ya no es su tiempo. Sus propios libros ya no son suyos, son de la obra. Eso es, los escritores pendientes de su obra son esclavos que no saben que son esclavos. La servidumbre voluntaria de la que hablaba Étienne de la Boétie en el siglo XVI.
Cualquier mención a la obra que no sea irónica carga consigo el mismo malestar que pronunciar la palabra cultura o la palabra patria: un asco que da vértigo y ganas de vomitar. Dice Jean Genet en Pompas fúnebres: “Si me pidieran que gritara ‘Viva la patria” no lo haría. Si me obligaran a gritarlo, lo gritaría, pero no lo creería. Si me obligaran a creerlo, lo creería, pero inmediatamente después moriría de vergüenza”. Lo mismo se aplica a la obra. Y ni qué decir de la cultura. El consumo irónico de determinados términos sirve, como el lenguaje inclusivo, para reconocer a los miembros de la propia tribu, para saber con quiénes estamos lidiando. No tiene nada que ver con el lenguaje: son selectores, dedos índices húmedos que pasan las páginas: sirve, no sirve, sirve, no sirve...
Naturalmente trato de mantenerme lo más lejos posible de quienes pronuncian en sentido no irónico esas tres palabras. A fin de cuentas para eso sirven las palabras: demarcan el territorio a nuestro alrededor, de manera que podamos mantener distancia de toda la gente desagradable que pulula, se debate, opina y habla, habla, y habla en todas partes, todo el tiempo.
La obra es como una pequeña trampa para ratones siempre dispuesta, con su trocito de queso y su mecanismo bien aceitado. A diferencia de otras perturbaciones, estar pendiente de la propia obra es algo que no se abandona: el que cayó en sus garras una vez cayó en sus garras en cada instante de su vida. Los escritores que me interesan se olvidan el libro que acaban de publicar en el mismo momento en que salió publicado. Piensan en el libro mientras lo están escribiendo, luego se olvidan de él y piensan en el próximo. Publicar un libro es un poco velarlo, darlo por muerto, enterrarlo, olvidarse de él. Recordarlo de vez en cuando, llevarle flores si es posible y volver a lo que importa. Que es escribir y provocar cierto eco vital, no ser dueños de una obra.