Hubo un tiempo, hace dos siglos, en el que todo lo que hacía la Gran Bretaña imperial influía en el resto del planeta. En estos días, eso vuelve a darse, pero por razones muy distintas: la vieja Inglaterra, aislada y dividida, se desgarra esta vez a la vista de todo el mundo discutiendo el acuerdo de ruptura con la Unión Europea (UE), que esta semana dejó tecleando al gobierno conservador de Theresa May.
El Brexit condensa en sí mismo algunos de los grandes problemas políticos, económicos y sociales que afronta hoy el mundo. Es una especie de Aleph político, “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos” (diría Borges), en el que converge gran parte de los asuntos globales de incierta solución.
Fueron los británicos los que decidieron, en el referéndum de 2016, salir completamente (nunca adoptaron el euro) de la Europa comunitaria después de 43 años. Visto así, es un problema de origen británico, que expresa contradicciones británicas y que, aunque afecte al proyecto europeo, define una etapa histórica británica.
Sin embargo, el resistido acuerdo que cerraron el jueves pasado Londres y Bruselas –que puede tumbar a la primera ministra May y llevar, incluso, a un segundo referéndum– deja en claro que el Brexit, en sus causas y consecuencias, sus desafíos y dilemas, excede las islas y evidencia mucho más que la pérdida de influencia británica.
La raíz. Los orígenes del Brexit pueden rastrearse más allá del momento en el que el ex premier conservador David Cameron prometió en 2015 que, de ser reelegido, convocaría a un referéndum sobre la salida de la UE, cuyo resultado (52% a 48%) detonó en 2016 su renuncia y su reemplazo por su camarada May.
Londres siempre eludió un compromiso total con Europa, desde el rechazo de la conservadora Margaret Thatcher a convalidar el “Estado de bienestar” (Carta Social), en los 80, a la negativa de su sucesor, John Major, a abandonar la libra por el euro en los 90. Ese recelo histórico se vio muy potenciado por la crisis global de 2008.
El Reino Unido, una gran plaza financiera, protagonizó en primera fila el auge y la caída de la especulación globalizada. Cuando llegó la ola de “austeridad” de la UE, el descontento social buscó chivos expiatorios. Grupos antieuropeístas como el UKIP (Partido de la Independencia) florecieron y su demonización de Bruselas terminó imponiéndose en el Brexit.
Ese mismo cuadro de situación poscrisis se replica en muchas democracias tradicionales de Europa continental, y ahí donde antes el nacionalismo xenófobo anticomunitario era antes casi exclusivamente asociado al apellido Le Pen, desde Francia, ahora también campea en Italia, Hungría, Polonia, Austria, Suecia y hasta la propia Alemania.
El Brexit plantea así el jaque más atrevido al magnífico proyecto europeísta, inédito por su ambiciosa meta cosmopolita de unir grandes naciones para garantizar la paz y los derechos humanos y de privilegiar los ideales de solidaridad, justicia económica y social.
La Europa común no dejó de ser atractiva para sus ciudadanos como tal, sino que dejó de garantizarles bienestar y desarrollo para bailar al ritmo de una economía de intereses globales que endiosa el mercado, acentúa las desigualdades y, en pos de la productividad que ofrece la tecnología, vuelve más precarios el empleo y la vida de las personas.
Además, el Brexit triunfó como bandera de protesta porque mostró un camino de rechazo al globalismo a través de las urnas y se proyecta ahora hacia la soberanía sin límites de un Estado nacional que se relacione de manera más agresiva con el mundo.
Y he aquí otro punto comprimido en este Aleph político que es el Brexit: de Estados Unidos a Europa, pasando por América Latina, ante la creciente complejidad de los problemas, las sociedades abren las puertas a liderazgos personalistas y autoritarios que confunden el desprecio por las formalidades con la ignorancia de la ley, sin dejar de favorecer a las elites.
Propios y extraños. Otra cara ecuménica del Brexit ha sido la de la xenofobia, que pone en los migrantes y extranjeros la responsabilidad de un desarrollo económico desigual que precariza el empleo y de una revolución tecnológica que, directamente, lo hace desaparecer en vastos sectores.
Que esta mancha se haya extendido al Reino Unido revela la fuerza global con la que se expande. La sociedad británica lleva décadas abriendo las puertas a los migrantes. Londres tiene un alcalde de origen pakistaní y religión musulmana, el laborista Sadiq Khan, y otro, el ultraconservador Sajid Jadiv, es ministro del Interior.
“Si crees que eres ciudadano del mundo, eres ciudadano de ninguna parte”, se despachó en 2016 la primera ministra May, gobernante de una potencia que durante siglos exploró –y explotó– el mundo entero como si fuera propio y sin fronteras. Los dichos de May parecen ignorar la directa conexión de fenómenos migratorios como el de Siria, o los de Africa, con problemáticas globales como las sequías y las guerras.
El Brexit nos muestra además la crisis del “orden liberal”, de las reglas económicas y comerciales, de las instituciones multilaterales y alianzas políticas de posguerra que estructuraron el último medio siglo desde Occidente.
El antiguo eje anglosajón Washington-Londres, que fundó y sostuvo ese orden, muta para alimentarse del nacionalismo, el proteccionismo, las restricciones migratorias y el desdén por instancias multilaterales; para empezar, la ONU.
Por fin, y paradójicamente, una de las facetas más globales del Brexit quedó en casa: ¿qué hacer con las fronteras de Irlanda e Irlanda del Norte? El proceso de paz irlandés (1988) encontró su mejor aliado en la libre circulación de personas y de mercancías, dentro de la UE. Es una antigua lección universal que pacificó Europa, pero el Brexit también la desafía.
Parafraseando a Borges, volvemos entonces al inefable centro de nuestro relato, sobre un fenómeno nacional que expresa, al mismo tiempo, diversas realidades y conflictos particulares y globales.
El Brexit esta allí, a la vista, sonando como una alarma para el resto de las sociedades, en especial para sus líderes, que pueden verse tentados de explotar demagógicamente los descontentos en lugar de promover un debate serio sobre los problemas de la época y orientarlos en la navegación de estos océanos tan movidos y desconocidos del siglo XX. n
*Ex embajador y presidente de Fundación Embajada Abierta.