En nombre del antikirchnerismo no dialoguista quisiera ejercer mi derecho a réplica en relación con la nota “Elogio del diálogo” que Pablo Avelluto escribió para La Nación. Lo lógico sería hacerlo en el mismo diario que la publicó, pero me parece que están muy ocupados con el Papa. Además, si todavía a esta altura hay que seguir debatiendo estas pelotudeces, prefiero cobrar por hacerlo.
Ah, pero si empezamos así, descalificando, ¿qué tipo de conversación puedo pretender? Ninguna. No me interesa. Desde hace diez años estamos conversando sobre cosas que no me interesan a mí y no le interesan a nadie. Lo hacemos sólo porque el Estado nos obliga, mediante acciones que no le corresponden, invadiendo de manera arbitraria y antinatural nuestra vida privada. Como somos más civilizados que ellos, sólo sabemos defendernos con la palabra. Pero también la queremos a la palabra. No la vamos a usar para cualquier cosa.
No hay evidencia que sostenga la idea de que se puede dialogar con el kirchnerismo. Sí hay mil ejemplos de cómo el tipo de interacción psicopática que caracteriza a Cristina Kirchner y sus minions invoca el diálogo, la tolerancia y el amor cada vez que quiere actuar en sentido opuesto. Recordemos la transversalidad, o el cierre a los gritos del discurso de hace cuatro días: “¡Es mucho más fácil querer que odiar, viva la República!”. El llamado al diálogo que hace Avelluto propone validar definitivamente esa demencia, aceptar la manipulación. Paradójicamente, es una invitación a anular toda posibilidad de diálogo genuino.
Avelluto escribió su nota para promocionar un documental que tengo muchas ganas de ver, centrado en las conversaciones de dos personas que me caen más que bien: Héctor Leis y Graciela Fernández Meijide. Los menciona como ejemplo de saludable diálogo adulto, y se pregunta por qué no podemos dialogar así, como lo hacen ellos. Mi respuesta es: sí podemos, lo hacemos todos los días. Lo que no podemos –y ellos tampoco– es dialogar con Guillermo Moreno y sus equivalentes. La pregunta no es si podemos dialogar con alguien que piensa que abusar de la gente está mal, sino cómo hacemos para dialogar con quien piensa que abusar de la gente está bien, y si deberíamos hacerlo.
El procedimiento de Avelluto (“¿por qué ya no dialogamos?”) no es muy distinto del de Mafalda, cuando le preguntaba a la gente si era buena. Menos el gato, todos le decían que sí. Las respuestas eran demagógicas, aun cuando la pregunta no lo fuera; desencadenaban un ataque de “buenismo” muy similar al que produjo la nota de Avelluto, elogiada instantáneamente por el amplio espectro que va de Mauricio Macri al progresismo culposo, pasando por Cecilia Pando. Observemos que no hay registro de que Macri haya mantenido un diálogo significativo en su vida. Cecilia Pando no sé, me parece que tampoco. Como la música y la monogamia, “el diálogo” suele ser defendido en abstracto, con mayor intensidad por quienes menos lo practican. Y así como hay música buena y monogamia buena, música horrible y monogamia enferma, también hay diálogos deseables y diálogos a los cuales nadie en su sano juicio podría aspirar.
El kirchnerismo es un zombie con un palo rompiendo los vidrios de tu casa mientras grita que te quiere. Avelluto le pregunta: “¿Cuánto mejores seríamos si pudiéramos dialogar? ¿Cuánto mejor nos iría?”. Dialoguemos, joven zombie. Hay siete mil millones de habitantes en la Tierra. ¿Justo elegís el zombie para dialogar? ¿Por qué? ¿Era tu amigo? ¿Era tu hermana? Te entiendo, pero no es problema mío, el resto de los mortales no tenemos la culpa. En el escenario optimista, suponiendo lo mejor, Avelluto es el personaje que escucha un ruido en el bosque, a la noche, y sale de la cabaña en calzoncillos a ver qué es, para causar una buena impresión en la chica que lo acompaña. Tiene derecho, pero –como todos sabemos– muere antes; sus intenciones nobles valen cero en el tablero de la realidad.
*Escritor y cineasta.