Transcurrida una década de la política kirchnerista en materia de Derechos Humanos es tiempo de algunos balances. Seguramente muchos sectores destacarán en forma positiva, desde una lógica de retribucionismo puro, las condenas a quienes participaron en los crímenes de la última dictadura. Sin embargo, la columna del “debe” aparece plagada de contradicciones y aporías que deben llevan a reflexionar sobre cómo diseñar políticas a partir de 2015. El “caso Milani” o los hechos de corrupción que involucran a la Asociación Madres de Plaza de Mayo son algunas señales de esas dificultades. Ahora bien, el “espíritu de la época” parece indicar que otras “máculas”, hasta aquí funcionales al Gobierno, podrían transformarse en su peor pesadilla a la hora de un cambio de mandato.
En el “debe” de estas políticas se replica el déficit de institucionalidad que caracterizó a parte del ciclo kirchnerista. Poco se advirtió que la reivindicación de los Derechos Humanos tuvo un elevado costo institucional por la restricción de las garantías de la cosa juzgada y prescripción de los delitos. Aun cuando compartamos el resultado final de la reivindicación de los derechos fundamentales, no puede pasarnos inadvertido que fue necesario apartarse de axiomas del Estado de Derecho. Sin embargo, el Gobierno no fue consciente de que abrió una veta de la que emanan los elementos jurídicos más importantes para transformar los procesos judiciales en el medio de la reivindicación de la transparencia institucional. De este modo, los jueces parecen llamados a ser los principales actores en el tránsito hacia una república como sucedió mutatis mutandi con los juicios a las Juntas Militares. Pero en esta ocasión el desafío dependerá de la existencia de un Poder Judicial probo e independiente, que se sobreponga a las presiones de amplios sectores de la política.
Las excepciones a las garantías de la cosa juzgada y la prescripción de los delitos han sido justificadas por tratarse de procesos relacionados por crímenes que afectan derechos humanos básicos. Sin embargo, este argumento es implausible y falso: no sólo los delitos de lesa humanidad o genocidio sino todos los restantes que afectan derechos humanos básicos deberían ser imprescriptibles. Más bien, la verdadera razón de estas excepciones se halla en que los propios autores o cómplices de los crímenes detentan el poder en el Estado y deciden qué y cómo administrar Justicia.
El retorno de la democracia mostró que esta lógica de impunidad no sólo está asociada a los delitos internacionales. La existencia de jueces y fiscales “oficialistas” hizo posible que políticos electos o funcionarios sospechados de corrupción se beneficiaran con “sobreseimientos-exprés” o la omisión de una persecución penal. Que esta “impunidad sistemática” haya traspasado a todos los gobiernos desde 1983 hace difícil pensar que sean descabelladas las sospechas en torno a “pactos de impunidad”. Desde esta perspectiva, parece razonable que se active en la opinión pública el debate sobre la reapertura de causas cuando exista una cosa juzgada fraudulenta o se haya dejado prescribir la acción penal.
El actual debate político muestra señales en favor de esta tendencia. La discusión de una Ley de Acceso a la Información Pública, la propuesta de crear una suerte de Conadep de la corrupción o el decomiso de los bienes de los funcionarios que no puedan justificar sus fondos son ejemplos que evidencian, en las formas, la pretensión de encarar un mal endémico en la democracia.
Sin embargo, la lucha contra la corrupción a partir de negar la cosa juzgada y la prescripción no está exenta de vicios y está atada a una preocupante paradoja: se buscará defender la república a costa de la misma república. En definitiva, de la clase política y los jueces dependerá que la transparencia pública sea lo menos costosa en términos institucionales.
*Profesor de Derecho penal, Director del Centro de Estudios Anticorrupción, Universidad de San Andrés.