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penurias

El carrito engordado

26-10-2020-Logo Perfil
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En tiempos difíciles siempre se considera a las personas y sus pesares. Aunque no parezca, los objetos también la pasamos mal. Sobre todo cuando tenemos funciones que se desnaturalizan porque los tiempos difíciles nos vuelven inservibles. Y así como los sujetos necesitan de ideales, anhelos y compañía para que la vida tenga sentido, los objetos –salvo decorativos, reciclables– nos colmamos con la función que cumplimos. La utilidad nos activa cierto tipo de vida, como los personajes de los libros que esperan ser leídos para alcanzar su estatuto vital, aunque sea por unos días, hasta que otro siga leyendo (de allí que los clásicos gocen de cierta eternidad).

A los objetos nos está vaciando… ¿Cuántos floreros ya no tienen flores? ¿Alacenas vacías? ¿Ollas sin la asiduidad de un buen puchero? ¡Tacitas sin asas! Los carritos, por ejemplo. Tan relucientes que nos pusieron en las cadenas de los supermercados: de variados tamaños, colores intensos, rojos, azules, ¡plegables!, inmensos, diminutos; deslizándonos por las góndolas como patines, sin tener que lidiar con esas ruedas torcidas que teníamos antes, cuando éramos de alambre, y aquel esfuerzo de hacernos avanzar como si no quisiéramos movernos.  Ahora que cambiamos de diseño y andamos silenciosos, hemos perdido nuestra función principal: ser llenados. Algunas personas ingresan y nos miran de reojo, como si por un momento recordaran otras épocas, y enseguida se resignan a la actualidad, a sus propias manos para cargar lo indispensable. En otros tiempos hasta nos seleccionaban. Probando uno por uno, elegían el mejor carrito. Querían pasar un buen rato en el supermercado cocinando con los ojos, acumulando de memoria la despensa. Hoy solo alcanza para colmar el momento. Pero los carritos no fuimos inventados para lo inmediato, somos la proyección de los apetitos, el vehículo de la vida doméstica. Abandonados en un rincón del súper, nos convertimos en sobrepoblación. Hasta nos usan para ready made e instalaciones, llenándonos, ¡oh!, de cosas inútiles. Pronto existirán los cementerios de carritos.

Nuestras aliadas también se han debilitado: las heladeras. Tuvieron un auge fenomenal con el lanzamiento de nuevos diseños, dispositivos de agua y hielo, sistema no frost, dos puertas, volumen útil de freezer de 176 litros. 

Las heladeras y los carritos de supermercado ya no sabemos cómo disimular nuestro vacío. A la espera de que nos llenen, exponemos la penuria. Somos la medida de la desigualdad, el recipiente de lo que falta, la señal más inmediata de la pobreza. 

Formas sin contenido, los carritos andamos como bobos, mientras los niños juegan a espiarse por nuestros huecos. Si al menos pudiéramos hacer como el de César Aira, deslizándose entre las góndolas con la libre impunidad del vacío… Lo recuerdo como si lo estuviera leyendo: “El carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos”. 

El carrito del cuento de César Aira no necesita completarse. Es un objeto mágico, maligno. Me acuerdo del asombro del protagonista al encontrarse con semejante ejemplar, casi taciturno y vivo, que prescindía de su función y reinaba en las noches del supermercado como diablo en botella. “Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras… ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de arvejas?”.

Quizá resulta un consuelo para las cosas el poema que Borges les dedica, reivindicando la perdurabilidad: “Las cosas…/ ciegas y extrañamente sigilosas./ Durarán más allá de nuestro olvido;/ no sabrán nunca que nos hemos ido”.

A los carritos no nos importa permanecer, sino estar vacíos. Que las personas se vayan no es problema, que tengan hambre, sí.