Ya no nos pisan de la misma manera… Recién pintadas, nos miran como nuevas. De golpe en toda la ciudad las sendas peatonales estamos relucientes. Hasta dan ganas de respetarnos… Los autos frenan distinto, como si advirtieran nuestra señal con asombro. Más que tener en cuenta a los transeúntes parecen obnubilados por la fosforescencia de nuestros bastones de frenado. El negro asfalto se ríe del oportunismo del blanco. En tiempos de elecciones, está acostumbrado a la renovación de lo que hacía falta. Sobre todo de lo que pueda verse. Y la obra pública es el escenario de la inmediatez, aunque sufra de tantas dilaciones. Esta vez nos dieron un tinte luminoso como si a cada paso se pusiera en evidencia el oportunismo, por otra parte, ¡tan necesario!... Hace tiempo que estábamos abandonadas al trazo imaginario de los que nos suponían en cada esquina. Nos consideramos las señales horizontales más importantes para la convivencia entre vehículos y personas, amén de nuestra original demarcación con la que algunos sueñan como fondo de sus caminatas oníricas: cebras recostadas, pentagramas a escala del cielo.
Somos la frutilla de las obras viales; la última demarcación, la sonrisa en un rostro. Por nosotras se cambia de vereda, se pasa del lado de la sombra, nuestro diseño alternado acompaña los pasos, los niños nos saltan como si cruzar la calle fuera un desafío de la gravedad… Grave sería que no hubiera campañas políticas, ¿cuándo nos devolverían la pátina de nuestro trazado fundamental? Ahora, fulgurantes, intimidamos a cualquier auto que ignore la relación entre la fatalidad y los signos. Hasta las bicicletas –naves que según Julio Cortázar se sostienen con la misma velocidad que la escritura de un cuento– aminoran su andar, como si las ruedas hallaran satisfacción al rozar el blanco relieve.
Ahora que nos pintaron, solo falta que todos nos respeten, para que no estemos de pura pinta.