Desde su fundación, a finales del siglo XIX, la UCR tuvo una profusa vida interna, con acalorados debates en sus filas. Al compás de esa tradición republicana, juega un rol preponderante en la sociedad desde hace más de 120 años. En línea con esa trascendencia, a comienzos de la década del 60, el radicalismo alumbró dos corrientes políticas que transitaron caminos paralelos: una de matriz liberal y otra socialdemócrata.
Con esta referencia histórica como punto de partida, se explica el presente. La versión tradicionalista, esa que supo tener a Fernando de la Rúa como referente, quedó trunca en Plaza de Mayo en diciembre de 2001. A su turno, la línea socialdemócrata, nacida en 1972 con el Movimiento de Renovación y Cambio liderado por Raúl Alfonsín, descansa en el cementerio de la Recoleta junto al ex presidente desde marzo de 2009.
En este contexto, a fuerza de personalismos líquidos y errores políticos sólidos, se desnaturalizó la doctrina de origen. La pregunta que cabe, entonces, es: ¿qué ocurrió al interior de un partido que supo hacer coexistir en sus filas a Elisa Carrió con Ricardo López Murphy; a Raúl Alfonsín con Rodríguez Giavarini; a Federico Storani con Víctor Martínez; a Leopoldo Moreau con Julio Cobos?
El interrogante tiene respuestas múltiples: ausencia de un esquema institucional de contención política que impida la fuga de dirigentes por derecha e izquierda; personificación de las críticas internas; edificación de un pernicioso y flexible sistema de castigos e indultos permanentes a dirigentes; carencia de un liderazgo aglutinador por encima de las discrepancias. Estas causas, entre otras, marcan el devenir radical desde la última experiencia de gobierno, e incluso antes.
La Convención Nacional de Gualeguaychú, más allá de las estrategias en pugna, arroja un dato clave: hay un cambio filosófico en el modo de construcción política. Partiendo de la fase agonal de lucha por el poder, la argumentación ideológica, fundada únicamente en los principios, trocó en razonamiento pragmático clásico. Al margen de los juicios de valor, este viraje presenta un riego: el radicalismo, al competir en las PASO con el PRO y la Coalición Cívica, pensando esencialmente en destronar al oficialismo, entra a jugar el juego de la democracia plebiscitaria, que tanto conoce el PJ y que notable resultado le dio al kirchnerismo. Además, en la batalla de octubre, Sanz puede terminar como soldado de un ejército ajeno, dando pelea en territorio enemigo. El peor escenario posible.
Aun así, la estrategia electoral es clara: independientemente de la suerte presidencial de Mauricio Macri, y sabiendo que difícilmente el senador mendocino se imponga en las elecciones primarias, el radicalismo apuesta a rearmarse desde la territorialidad política, ganando gobernaciones e intendencias. De alguna manera, el entendimiento deja vivo al partido, con chances de administrar poder. El PRO, en cambio, se juega su suerte y futuro en el sueño de llegar al sillón de Rivadavia.
Así las cosas, al calor del debate se corporizó el centrismo radical. Durante años, no pocas personas creyeron que la socialdemocracia era la única vía posible para el partido de Yrigoyen. Otros, desde la disidencia, apostaron al liberalismo y sus postulados cívicos. Hoy la realidad es otra, los extremos de antaño ya no existen, sus líderes, tampoco. El paso del tiempo es inexorable.
Con todo, por encima del resultado final, el cónclave entrerriano demuestra que la UCR no deja de funcionar como partido político; no renuncia a la confrontación de ideas y la convivencia pacífica. En tiempos en los que el verticalismo se impone como sistema, la democracia interna es una virtud que no todas las fuerzas políticas pueden exhibir.
*Licenciado en Comunicación Social (UNLP). Miembro del Club Político Argentino.