Venía embalado con otro tema y me había prometido reprimir toda respuesta posible a las columnas de Jorge Fontevecchia, pero la pifió fiero el domingo pasado con su referencia a las funciones del cerebro, un tema sobre el que –a diferencia de la política– algo sé. Los síntomas prefrontales que le adjudica a Phineas Gage son un mito urbano, claramente descripto en Wikipedia o, mucho más en detalle, por Oliver Sacks en 1995. La fuente que cita, el libro de Antonio Damasio, es muy buena, pero tampoco dice eso. La conclusión –que las versiones sobre la lesión de CFK son exageraciones que canalizan “el odio”– también es errada.
Ya en 1973, A.L. Luria decía que los lóbulos frontales son “el órgano de la civilización”. En realidad se refería a la corteza prefrontal, aunque hoy es habitual la generalización de “lóbulos frontales”. Su libro The Working Brain sigue siendo el más claro y completo (y aburrido) sobre localización de funciones cerebrales. Más llevadero es The Executive Brain, de su discípulo Elkhonon Goldberg, que se dedica sólo a los lóbulos frontales, aunque también cuenta cómo Luria lo cagó cuando intentaba escaparse de la URSS. Damasio escribe mejor, pero sobre la relación mente-cuerpo Goldberg es más claro: “En sociedades avanzadas, nadie dice creer en el dualismo cartesiano, pero vestigios de aquel error permanecen. Cualquier persona más o menos educada, aunque no sepa nada de neurobiología, acepta hoy que el lenguaje, el movimiento, la percepción y la memoria residen, de alguna manera, en el cerebro. Pero la ambición, la decisión, la capacidad de anticipar o interpretar –atributos que definen esencialmente nuestra personalidad– son vistos por mucha gente como “extracraneales”, como características de nuestra ropa y no de nuestra biología, aun cuando estas cualidades humanas sean igualmente controladas por el cerebro, especialmente por los lóbulos frontales”.
Goldberg se pregunta si una disfunción sutil de los lóbulos frontales podría anular todo criterio moral en una persona sin afectar su capacidad para planear, ni su organización temporal. Más fácil: si ese problema orgánico (leve) puede producir un sociópata. “¿Y si lo que llamamos sociopatía es producto de un desorden orgánico en el lóbulo temporal, así como –sabemos– sucede con la dislexia? ¿Trivializamos la noción de moral con esto, al señalar que podría tener una base biológica?”
Paul Broks es un eminente neurólogo y psiquiatra que además escribió un libro excelente, Into the Silent Land, sobre su práctica clínica. Hace poco me tomé un tren a Plymouth para charlar con él sobre lesiones del lóbulo frontal y cómo afectarían al personaje de una película que pienso retomar en 2014, cuando termine con mis obligaciones argentinas. Los científicos suelen entusiasmarse cuando uno les pregunta sobre posibilidades de su campo en la ficción, pero Broks me tenía desconfianza. “¿Por qué el lóbulo frontal? –me decía– ¿Por qué no la amígdala? Es mejor, controla el miedo…” Me confesó después que mi interés amateur en su rubro era simétrico a su interés amateur en el mío: Broks está escribiendo una obra de teatro. Tardé en darme cuenta de que se estaba guardando el lóbulo frontal porque lo quería usar él. De alguna manera logré convencerlo de que no iba a invadir su territorio y al final terminó convenciéndome él de que en el lóbulo frontal reside, en gran medida, lo que nos hace individuos (la conciencia, el self, el yo, qué sé yo).
Esto no quiere decir que yo sepa qué tiene Cristina, o que me importe, pero es evidente que la curiosidad al respecto es razonable y no tiene nada que ver con “el odio”. Hablaremos después de este disparate, de la idea absurda de que a alguien le corresponde decirnos qué nos toca odiar o amar, y qué sentimientos son aceptables, como si los sentimientos fueran actos. Pero nos va a llevar un tiempo. Antes, durante al menos un par de semanas, nos vamos a tener que seguir ocupando de las hadas.
*Escritor y cineasta.