Busca, tantea, dispara balines, toca el timbre y huye finalmente. Desde la tribuna se regocija Eduardo Duhalde con Néstor Kirchner cada siete o diez días. Lo afeita, lastima y provoca persiguiendo quizás una respuesta particular y agresiva que nunca llega. Reclama –en apariencia– una sádica mortificación. No logra el delivery del retorno. El otro a su vez, anota, pero calla. Extraño ese pasivo proceder en quien replica sin que lo citen, que se sulfura ante la menor suspicacia o es capaz de descubrir movimientos submarinos en su contra en la compacta densidad del Riachuelo. Sin embargo, al ring con Duhalde, no sube. Por ahora. Lo evita para no otorgarle protagonismo o debido a que lo devalúa como un rival sin estatura. Al menos, en relación con él. Excusas vanas que ocultan otro objetivo político: no enredarse en conflictos partidarios, escaparles a las personalizaciones, privilegiar en cambio el ilimitado e innominado universo del enemigo común a través de una recurrente catilinaria que se dedica sólo a una genérica oposición, al “monopolio” no precisamente anónimo, a los periodistas y a sus familias en su totalidad, a los sectores de la alta burguesía con mínimo acceso a la alfombra roja. Falta en ese amenazante raid oral de Kirchner, sin nombres ni apellidos –aunque cada uno se hace cargo de la individualidad atacada–, que en cualquier momento le atribuya a la sinarquía la culpabilidad por los desgraciados momentos que atraviesan los hogares argentinos. Casi el Perón de los mejores tiempos, diría Guillermo Moreno, hoy apartado de ciertas responsabilidades económicas y recluido a las demoliciones personales (denunciar por irregularidad psíquica a un empresario sin disponer él de un salvoconducto especializado) o empresarias, tarea de un Savonarola subdesarrollado en la que no soñó este católico que dice admirar al cura Carlos Mugica, al que no conoció, pero de quien exhibe más de una fotografía en su despacho.
Es la caja
También Duhalde es cauteloso en sus avances críticos. En el último mes encontró la carnadura y la carnada para su oficio de pescador: en todo el ámbito bonaerense se desparrama un viento de fronda por el reparto del plan universal que, en principio, aparta a los intendentes del control pecuniario y habilita a las “cooperativas” sociales para ese fin (a propósito, sorprendió de nuevo la improvisación oficial para instrumentar ese subsidio, del cual algunos funcionarios recomendaron hasta “flexibilizar” una ley cuando, de un plumazo, una consulta a los bancos les resolvió la cuestión con una respuesta más sensata, profesional). Circulan sospechas de que se esconde un propósito político en ese ejercicio, hasta la venganza sobre aquellos que no supieron defender al kirchnerismo en la última elección, los traidores, a los cuales se prometió denunciar y arrancar de sus casas. No llegaron a ese extremo, apenas si se avanza para interrumpirles el escaso fluido de sus cajas. Sobre esta masa inquieta se arroja Duhalde en los últimos días para abofetear a su malogrado delfín y advertirles a sus ex amigos intendentes –quienes al menos nunca le cortaron el teléfono (a menos, claro, que lo haya ordenado Kirchner)– los riesgos que representa un jefe político derrengado, extorsionador, a quien el tiempo hace marchitar más rápido que al resto de los mortales. Por lo menos, frente al almanaque genético de los próximos dos años, un peculiar teorema basado en que el envejecimiento es proporcionalmente geométrico en su avance y daño sobre quienes pueden perder el poder en 2011.
Precavido, Duhalde objeta la pésima educación de Kirchner, su falta de modales, la política errática, el fracaso del modelo, el autoritarismo y esa crispación congénita que arrastra el sureño –producto tal vez de su origen y formación, en un territorio aislado y con una madre castradora– y que él, como especialista de la cabeza no recibido, jamás contempla y en todo caso considera propio del prejuicio burgués. Como si alguien vomitara en un frigorífico –es su observación– porque observa mezclar sangre, achuras y tripas, aunque olvida que la población por ahora no vive en un frigorífico. Entonces, Duhalde se saltea en esos temas pero se distrae del que más perfora o erosiona, según las encuestas, al oficialismo: la corrupción. De eso no habla. Silencio que más de uno atribuye a la suscripción de un código entre partes, peronista, secreto, finalmente prohibido. O tal vez, reconozca y agradezca en la omisión que en el pasado tampoco Kirchner aludió a posibles venalidades de su gobierno, nunca se adentró en ese terreno cenagoso del que el duhaldismo ha emergido sin purgar cárcel ni costosos juicios controvertidos. Apenas si, en ese recorrido azaroso, hubo algunas endebles insinuaciones, la amenaza de carpetas comprometedoras que por último nunca vieron la luz. Un capcioso observador podría asegurar que, en ese plano, existe un acuerdo implícito, como si pretendieran soslayar por consecuencias irreparables para ambos, lo que todo el mundo habla. Al margen de explicaciones fatuas, faltan dos peligrosos años con la pava caliente.
Curiosa actitud de Duhalde cuando, nadie ignora, él encolumna sus palabras de acuerdo al sentido de los sondeos de opinión pública y éstos –habrá que insistir– al margen del perenne y recurrente problema de la inseguridad que asola al país, hoy agobian a la ciudadanía por la sucesión de actos ilícitos que se le endosan al gobierno. ¿O se puede considerar casual la fiebre compradora de libros que indagan sobre estas anomalías en el Estado?, sea de funcionarios reconocidos o en combinación con la oligarquía vernácula, algunos episodios tan escandalosos que un gremio de vendedores de kioscos –afín a la Casa Rosada– hasta pretendió no vender esos textos al público para proteger la imagen presidencial. No registra antecedentes ese pedido de censura.¿Tampoco es casual que hayan saltado de la Administración figuras como Ricardo Jaime –y alguno más en los próximos días– que no soportan la marea cuestionadora a una presunta mala conducta oficial? Pero Duhalde se abstiene de involucrarse y decir, hasta evita tachar o impugnar la nómina de los “socios locales” que repentinamente han prosperado en los últimos años, unos venidos del sur, otros aclimatados hace tiempo. Sería demasiado infantil suponer que estos olvidos responden a asociaciones pasadas, a personajes que tambien reptaron en su gobierno; ese juicio contemplativo no le cabe a otros políticos, tambien evasivos como Duhalde sobre un tema tan picante, léase Carlos Reutemann, Mauricio Macri, Julio Cobos y hasta buena parte del progresismo. Sólo la contumaz Elisa Carrió y algunos radicales abundan en la materia, levantan la temperatura de la pava cuando todavía faltan dos años para tomar el mate.
La fantasía del pacto
Duhalde, para ofrecer otra mirada menos escandalosa y vendedora de diarios, podría sugerir que él despliega una estrategia global: se remite a ofrecerse como la contratara del irascible y sectario Kirchner, como alternativa de normalidad ante el exabrupto. Y, además de diálogo, propone acuerdos, la firma de pacíficos entendimientos hacia el futuro, unificar en un albur multipartidario a 70% de la población por lo menos, mezclarse sin odios con hombres de otras tendencias, de ahí que le reserve espacios a Rodolfo Terragno estimulando la fantasía de un Pacto de La Moncloa a Argentina (idea en la que deambuló el alfonsinismo, parte del menemismo y hasta brevemente la propia Cristina, quien la auspició en Ginebra con empresarios y sindicalistas, desechándola luego sin conocerse las razones). Si hasta comparte criterio con Francisco de Narváez, a quien con su mujer ahora desprecian, pues éste se suma a una propuesta de cinco o seis puntos a firmar por todos como si esa fuera la salvación argentina. Como si hubiera diez mandamientos nuevos para justificar una religión. Lo cierto es que De Narváez parece tentado por esa alquimia de compromisos; no tomará vacaciones, hará recorridas por Buenos Aires, afirmará su vocación de gobernador y, sobre todo, demostrará que está más cerca de un apareamiento con Cobos –contubernio, diría el kirchnerismo– que con Duhalde. Aun cuando todos se anoten en el mismo malón.
En esa convocatoria irrestricta, Duhalde acerca inclusive a Alberto Fernández, que acompañó sin sonrojarse durante cinco años a los Kirchner –más, hasta puede presumir de que él los hizo presidentes– y ahora jura que desde su exilio, ellos se han vuelto intolerantes, facciosos, violentos, irrecuperables. Tanto que le atribuyen a sus consejos informativos parte del contenido de ciertos best sellers distribuidos en el mercado, naturalmente, firmados por otros. Fama de garganta profunda, claro. Esa distancia del ex jefe de Gabinete no la comparten otros que él mismo hizo acceder a la cercanía kirchnerista, esa cúpula que se califica de “intelectuales” prohijada para concederle un baño de cultura de sobaco al santacruceño; muchos lo rodean en los actos con la quimera de transformarse en los Marechal o Jauretche del líder, cuando ni siquiera tienen la caspa de quien describió el medio pelo argentino ni, por supuesto, su característica delicia para retratar lo que podrían ser las zonceras actuales. Junto a ellos, como esta semana, tambien aparecen otros menos connotados de ese sector, como la titular del Banco Nación, Mercedes Marcó del Pont, otra pollita del extinto Alberto cristinista, que se entusiasma con la posibilidad de mantener el cargo con fecha de vencimiento el 4 de enero, justo cuando algunas sombras le enturbian esa reelección: teme que Néstor propicie a otro más aventajado para esa función, Juan Carlos Fábregas por ejemplo, con quien el ex mandatario registra un común pasado adolescente (fueron compañeros del colegio secundario).
Cada uno por sus motivos, más el aporte crematístico de los cínicos y atemorizados caciques bonaerenses, Néstor se prodiga en la tribuna con una expectativa menos abarcativa que Duhalde: solo fortalece el núcleo duro que lo rodea, su ejército de un 30% del país, asegurando con fe democrática –como el Perón de junio al septiembre del ’55– la gesta callejera y otras consecuencias para sosegar cualquier supremacía opositora en el Congreso. Como si creyera que las movilizaciones son imprescindibles y actuaran a su favor, sin detenerse en la algarabía tenebrosa que piloteó con Luis D’Elía y Moreno para apagar en su momento la llama de la protesta del campo, una movida que lo sepultó en lugar de hacerlo resucitar. Lo dirige, claro, un odio ancestral a quienes no lo reconocen, no saludan las medidas que toma su mujer –aunque antes la hayan defendido– y, además de desgastarlo en la credibilidad pública por presunta corrupción, inflaman según él, ciertos temas delicados. Antes, podría decir, sólo había expansión mediática cuando ocurría un episodio de inseguridad en la zona norte; ahora, por inducción de los medios, se levantan de agravio en la zona sur o en el oeste. De ahí que la ira hasta lo haga alejar de posibles simpatizantes y sin miramientos castiga desde su púlpito a los periodistas, culpables de sus males, si son de Clarín, mejor. Tal vez responda a lo que le sugieren las encuestas más que a su propio mal humor, pero su mensaje además de obsoleto resulta incongruente: les achaca que, en tiempos del proceso militar, no atendieron ciertos temas porque “tenían que vivir”. Sin duda, se ampara en una confesión de algún periodista de esa época, cuyo nombre –dicen– reveló a su entorno, alguien que le inventó esa perogrullada para congraciarse. Y él, infantilmente, le creyó, como si entonces en –Clarín y en otros medios– algún ganapán de la máquina de escribir podría haber publicado algo contrario a los intereses o los cuidados de la empresa. Vindicta casi ridícula, como si él, en aquella época hubiera cumplido exigencias más loables que los periodistas “para vivir” desde su función de abogado prestamista (para su desgracia, olvidó que un día, ella –Cristina, claro– pública y sinceramente admitió que tal vez con su marido no habían hecho todo lo que correspondía o demandaban esos tiempos). Argentinos, como casi todos.
Silencio, hospital
Esa diferencia de fondo entre Kirchner y Duhalde, en cambio, se disipa a la hora de los procedimientos, más bien se unen: es que ambos ignoran ciertos temas para agredir o defenderse y comulgan en hablar sólo desde el atril, escapando por ejemplo, a cualquier reportaje televisivo (Duhalde, por consejo de expertos, uno de los cuales estuvo afincado en Clarín; Kirchner por propia iniciativa, desconociendo quizás hasta su capacidad de seducción, seguramente por aborrecer a todo aquel que le pregunte con una lapicera). Como ambos no son favorecidos por el amor público de los números, deben aplicarse a un mismo método de apariciones programadas con discursos estudiados, sin aventurarse a interrogantes o tropiezos. Medrosa actitud. Así –creen– podrán obtener más adhesiones. Al revés de los que figuran en los planos bajos, quienes se vuelven lenguaraces, hablan en cuanto lugar les ofrecen o se invitan, arriesgándose en cualquier terreno para cosechar futuros adeptos –hasta José Pampuro ahora ofrece entrevistas, no vaya a ser que peligre su rol sucesorio en el Senado, mostrándose como un kirchnerista no tan cerril– y, por supuesto, guardan un obvio silencio de hospital (ni atril, ni entrevista, apenas alguna declaración o comunicado) aquellos que la fortuna popular hoy los consagra como adelantados en la pugna electoral: Reutemann y Cobos. Quienes tienen más para perder que ganar no hablan. Los que tienen todo perdido hablan hasta por los codos, y quienes alimentan salir del congelamiento lo hacen por partes. Tristeza de fin de año.