E n el crepúsculo del poder ilimitado de este gobierno, cuando parecen cobrar su dimensión real los grandes problemas de corrupción que estaban a la vista, quizá deberíamos preguntarnos los motivos por los cuales siempre hemos tenido tanta paciencia con la deshonestidad.
La pregunta va atada a la duda sobre si efectivamente la corrupción es vista, incluso ahora, en su verdadera magnitud. La gente supone que el costo de la corrupción coincide con la suma de todos los sobornos que los empresarios indecentes pagan a los funcionarios y después recargan en los precios de los bienes o de las obras que venden al Estado. Quienes así piensan creen que ese sobrecosto se diluye en la masa de contribuyentes y que, entonces, no hay gran daño en tolerar el latrocinio.
Pero ése es el costo mínimo de la corrupción.
Ante todo, quien paga un soborno procura que –ya que se ha ensuciado las manos– la operación sea también un excelente negocio para su empresa; con lo cual, no es sólo el costo del cohecho lo que soportan los contribuyentes.
En la medición debe incluirse un estudio del FMI, firmado por Vito Tanzi, que demuestra que los países con alto grado de corrupción construyen obras que los pueblos no necesitan y descuidan el mantenimiento de la infraestructura existente.
Pero el mayor de los costos económicos de la corrupción es inconmensurable. En un mundo en el que los capitales huyen de los países que no ofrecen seguridad jurídica, en el tiempo que demanda pulsar el botón de una computadora, el costo de la corrupción es no ser como Canadá, Australia o, incluso, como cualquier potencia europea. Esa y no otra es la causa de la pobreza.
Y aún falta el costo institucional. James Harrington escribía, en el siglo XVIII, que la corrupción genera un gobierno sin equilibrio de poder.
Si computamos, por fin, la pérdida del liderazgo internacional que la Argentina tenía en el primer centenario, advertimos, en vísperas del segundo, que la corrupción es –sencillamente– criminal.
Abogado y escritor.