La última maniobra de Hugo Chávez en torno a la figura mítica de Bolívar ha superado todo el montaje anterior: la exhumación de los restos del Libertador en un extraño ritual a cargo de operarios fantasmales ataviados de blanco, con el pretexto de descubrir, 180 años después de su muerte, la trama de un presunto asesinato político cuyos responsables serían las oligarquías colombianas (antecesoras directas de las actuales élites gobernantes del país vecino, enemigas oficiales de la República Bolivariana). En oportunidad de esta profanación, farsa o investigación justificada, Chávez oró: “Padre nuestro que estás en la tierra, en el agua y en el aire… Despiertas cada cien años, cuando despierta el pueblo… Cristo mío, mientras oraba en silencio viendo aquellos huesos, pensé en ti. Y cómo hubiese querido que ordenaras como a Lázaro: ¡levántate, Simón, que no es tiempo de morir! De inmediato recordé que Bolívar vive. Carajo. Somos su llamarada” (citado por G. Caro Figueroa. “Necrofagia populista” TEH).
Simón Bolívar es, sin lugar a duda, la personalidad militar y política dominante de la historia de la emancipación de América española, dicho sea esto si desmedro de otros grandes jefes. Su influencia fue decisiva en el origen de las nuevas naciones sudamericanas –con excepción de Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay–, y en la definición del carácter de la guerra por la Independencia en la que luchó durante veinte años.
Su más reciente biografía, obra del historiador inglés John Lynch, da la oportunidad de acercarse al personaje real con sus luces y sus sombras y a las difíciles opciones de una trayectoria excepcional que terminó en la desolada presunción de que la Independencia era “el único bien que hemos adquirido a costa de los demás”, en la afirmación: “El que sirve a una revolución ara en el mar”, y en vaticinios tales como: “Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos colores y razas”.
Por su parte, el eminente historiador venezolano Germán Carrera Damas es crítico de la “deformación bolivariana” de la historiografía patriótica porque obedece a patrones románticos, supedita todo a las campañas de Bolívar y “ha producido una visión antipopular del proceso de la emancipación”.
El mismo autor analizó en otros trabajos el uso político de la figura del héroe por parte de los políticos de turno. Este proceso comenzó por iniciativa de José Antonio Páez: el jefe de los jinetes llaneros, después de secundar al Libertador en su gesta militar, protagonizó la separación de Venezuela de la Gran Colombia. Pero, en momentos en que la anarquía amenazaba la continuidad de la joven nación, repatrió los restos de Bolívar, muerto en Santa Marta (Colombia) y los enterró solemnemente en la Catedral de Caracas (1844).
Treinta años después, el dictador ilustrado, Antonio Guzmán Blanco, trasladó los restos al Panteón Nacional (un templo católico desafectado) y dio comienzo a la escritura bolivariana de la historia nacional. Otro dictador, el célebre Juan Vicente Gómez, se sumó a los homenajes póstumos en oportunidad del primer centenario de la Independencia. Mientras Vicente Lecuna asumía la responsabilidad de escribir la historia oficial, el culto del héroe continuó. Una verdadera apoteosis tuvo lugar en el Bicentenario de su nacimiento (1983), en una Venezuela democrática, enriquecida por el petróleo y dispuesta más que nunca a santificarlo.
Cuando parecía que todo estaba dicho, la magia de Hugo Chávez ha resucitado a Bolívar, ahora como precursor del socialismo del siglo XXI. Lo hace contra viento y marea, a pesar de que el propio fundador del socialismo científico del siglo XIX, Karl Marx, descalificó a Bolívar, atribuyó su vigencia a la “fuerza creadora de los mitos, característica de la fantasía popular” y relató su vida sin reconocerle ni un solo acierto.
Afortunadamente, en la Argentina, la memoria de San Martín, aunque manipulada políticamente, todavía no ha incurrido en excesos semejantes. Es cierto que se ha pedido su ADN, no para investigar su muerte, sino su nacimiento, en la hipótesis de que éste fuera el fruto de los amores ilícitos de un noble español y de una aborigen. Dicha hipótesis es, sin duda, más romántica que la vida real de quien nació en un hogar de militares de modesta clase media, fue una figura heroica, pero también un moderado que supo retirarse a tiempo del escenario de sus hazañas guerreras y disfrutar, ¿por qué no?, del encanto de la vida privada, sin dejar de vigilar y proteger, en la medida de lo posible, las repúblicas que había contribuido a formar.
*Historiadora.