COLUMNISTAS

El debate del domingo

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Estoy decepcionado. ¡Nadie reconoce mis méritos! No sé si debería usar este espacio para comentar mis sentimientos privados, pero a veces es así. Ocurrió que hace poco, el viernes 7 de junio, fue el Día del Periodista y yo… sólo recibí un mail de felicitaciones (y de una ignota fundación cultural, a una casilla que ya no uso desde hace años). ¿Pero entonces tanto esfuerzo? ¿Años y años de entregarme a la contratapa de este suplemento, y antes otros años y años en el suplemento cultural de otro diario –ambos hegemónicos, por supuesto– para nada? ¿Por qué no me ven como periodista? Que haga un uso correcto del castellano, que escriba sólo sobre cosas que conozco, que no participe de toda clase de operaciones, que no sea en las sombras el jefe de ninguna ministra de Defensa (ahora ex ministra), que no me compre una casa en Punta del Este, que no escriba libros oportunistas para grandes editoriales, que no esté a la busca de conseguir tres o cuatro auspicios de un gobierno –nacional o municipal– para tener un programita de cable, que lo que vengo escribiendo –desde hace ya dos décadas– tenga cierta coherencia y no cambie de opinión cada vez que cambio de empleador, que no haga de la trivialidad intelectual mi horizonte profesional (fuck you como categoría de teoría política); en fin, que no cumpla con esos detalles no me hace menos periodista que nadie. ¡Qué injusticia la falta de reconocimiento!

Pero para probar mi compromiso con la actualidad, voy a incorporarme al tremendo debate que asuela la sociedad argentina: ¿qué ver en la tele los domingos a la noche? Es un debate de una profundidad acuciante, tan amplio y sobrecogedor, que no estoy en condiciones materiales de desarrollarlo en este espacio. Diré, entonces, que pocas veces me sentí tan cercano a un artículo publicado en este diario como al de Daniel Link del sábado 8 de junio sobre estas mismas cuestiones. Si pudiera, simplemente lo transcribiría íntegro, o lo plagiaría, si tuviera el talento para hacerlo (pero no tengo ni siquiera la capacidad para convertirme en el Bruno Morales del periodismo). Falto de espacio, quisiera al menos compartir un párrafo que juzgo central. Analizando el programa de Lanata, escribe Link: “Lo segundo que me llamó la atención y que me incomodó fue un personaje satírico cuya errática dicción pretendía parodiar el discurso de los intelectuales reunidos en Carta Abierta. Mi incomodidad no tuvo tanto que ver con las relaciones de amistad y de respeto que guardo con muchos de los integrantes de ese colectivo, del que no participo pero cuyos pronunciamientos sigo con atención, sino con el marcado antiintelectualismo que ese paso de comedia presuponía, con sus interdicciones de lenguaje y su demanda de una claridad que sabemos ilusoria desde el siglo XIX”. Si algo me parece central en este texto, es la capacidad de recordar, de reflexionar sobre uno de los rasgos más ostentosos de nuestra época: el antiintelectualismo. Pocas veces hemos asistido, como en el presente, al triunfo y festejo de la ausencia de pensamiento. El populismo antiintelectual es un rasgo que une, sin estaciones, las calles Balcarce y Bolívar con los estudios de televisión de la avenida Figueroa Alcorta y los comandados desde la calle Tacuarí (volveremos sobre el tema el domingo que viene).

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