La multiplicación de los medios de comunicación que la era digital nos permite utilizar da la oportunidad para que las personas expresen sus convicciones, valores y creencias con una facilidad desconocida pocos años atrás.
Este gran acontecimiento para la civilización, que por su novedad aún no ha producido sus reglas de buen uso y urbanidad, exige una moderación cuando se abordan temas que requieren conocimientos científicos o técnicos. La exigencia se multiplica cuando quien se expresa tiene una reputación que da a su opinión una posibilidad de influir sobre terceros y cuando los medios que se utilizan son por sí mismos legitimadores de lo difundido.
Jean François Revel ya denunció en 1957 la utilización de estilos falazmente científicos por pensadores de su época que según su juicio ocultaban la insignificancia de sus teorías o, simplemente, su ignorancia.
Desde el comienzo del nuevo gobierno en Argentina, he leído innumerables pareceres sobre medidas adoptadas por las autoridades que, excediendo los límites de la opinión política, avanzan sobre conceptos de índole jurídica y carecen de todo fundamento. No me refiero sólo a las opiniones críticas, sino también a aquellos que entusiasmados con el cambio apoyan con igual fervor todo lo que las flamantes autoridades disponen.
La aceptación o la discrepancia sobre una medida de gobierno es un derecho reconocido desde el origen de la democracia constitucional y cuando se funda en argumentos científicos hay que tener la versación necesaria para expresarlos o haberse informado previamente. De lo contrario el debate se envilece, confunde a los terceros que sólo intentan informarse y la discusión conceptual se traslada al campo de las pasiones, donde priman otras reglas.
La situación que mejor ejemplifica este hábito es el debate sobre los decretos de necesidad y urgencia dictados por el presidente de Argentina para implementar determinadas medidas de gobierno. En primer lugar, debe comprenderse que esos decretos son leyes que corresponde dictar al Parlamento, pero que los dicta el presidente en circunstancias excepcionales y se denominan “decretos” porque ésta es la forma de expresión del Ejecutivo para sus facultades propias.
Este tipo de decretos tiene una reglamentación y un uso reciente en Argentina, puesto que desde 1853 hasta 1983 los gobiernos constitucionales habidos en ese período histórico dictaron sólo 27 decretos de estas características, en circunstancias excepcionales y avalados luego por la jurisprudencia.
Al reiniciarse la vida institucional luego de la última dictadura militar argentina, tímidamente el uso de esta facultad se incrementó durante la presidencia de Raúl Alfonsín y se utilizó para importantes medidas de gobierno atribuidas el Legislativo, como el cambio del signo monetario. Pero fue durante la primera presidencia de Carlos Saúl Menem donde la práctica alcanzó una frecuencia alarmante: entre 1989 y 1993 se dictaron 308 decretos de esta índole para situaciones diversas, aun para reglamentar derechos humanos esenciales reconocidos en la Constitución Nacional y pactos internacionales, como el ejercicio del derecho de huelga.
Esta situación condujo a que los partidos que pactaron la reforma introdujeran una reglamentación tendiente a evitar el uso abusivo y ordinario de esta capacidad excepcional. Lamentablemente, el efecto fue contrario. Los límites formales y sustanciales que incorporó la reforma de 1994 en el art. 99 inc. 3º de la Constitución sólo avivaron el uso de estos decretos, especialmente durante los gobiernos de Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner, quienes también con mayorías parlamentarias lo usaron para las medidas más insólitas y diversas, sin explicar cuál era la necesidad y urgencia.
Lo antes expuesto de ninguna manera tiende a avalar que el actual gobierno incurra en un uso indiscriminado de este instituto sino a dar noción de la significación de la medida y de su génesis histórica. Sin estos datos, las opiniones pueden inducir a gruesos errores que dejan el aval y la discrepancia sin fundamento técnico. También impiden que a 22 años de la reforma constitucional, podamos debatir con fundamento sobre la inconveniencia del traslado de facultades legislativas al Presidente, que sin dudas y como lo sostuve desde el debate de la reforma conducen a un desequilibrio de funciones entre los distintos órganos de gobierno.
*Profesor de Derecho Constitucional y Derechos Culturales. Reside en Montevideo.