Este año desequilibrio fiscal superará el 7,5% del PBI, el nivel más alto de por lo menos los últimos 60 años. Poco más del 40% del deterioro es el reflejo de la respuesta del Gobierno a la pandemia vía asistencia a trabajadores, empresas y provincias y al desplome de los ingresos a raíz de la parálisis de la actividad en 5 meses de confinamiento. El resto refiere a otras políticas adoptadas por el Gobierno como la extensión del congelamiento de tarifas que son la contracara de un aumento de los subsidios, entre otras. Quizá, dentro de este marco de políticas expansivas, el único ahorro provenga del ajuste a jubilados y beneficiarios de programas sociales atados a la “antigua” ley de movilidad a partir del freno de la inercia previa (0,5% del PBI).
Las pocas herramientas con las que cuenta el Gobierno en materia de financiamiento obligarán a hacer un rápido reacomodamiento de las cuentas públicas, por lo que el desafío se traslada a 2021.
El ministro Guzmán dejó trascender que el Presupuesto 2021 contemplará un déficit primario de 4,5% del PBI, en paralelo con un aumento del gasto de capital a niveles del 2% del PBI para dar impulso a la actividad.
Esta meta esconde el doble desafío de reducir el gasto en asistencia y también el acotar sensiblemente el gasto en otras partidas para darle lugar a la reasignación del gasto en obra pública.
Incluso asumiendo que el gasto por Covid se desarma completamente en 2021, algo que podría ponerse en duda dada la situación social del país y que se tratará de un año con elecciones legislativas en el cual el Presidente deberá validar su gestión tanto interna como externamente, el desequilibrio remanente seguirá siendo relevante: en torno a 4,8% del PBI. Es un número que se encuentra por encima de la meta del Ministro, al que todavía resta agregarle el aumento de 1,5pp al gasto de capital.
El trade off para no recortar parte de esta asistencia y poder sumar, además, mayores niveles de obra pública como lo anticipado por Guzmán, es avanzar sobre un recorte de los subsidios (lo que implicará recomponer tarifas por encima del aumento inercial que supone mantener este gasto en términos del PBI), reducir el resto del gasto (dentro del cual casi la mitad responde a gasto operativo) o bien elevar impuestos (impuesto a las grandes fortunas). Salvo por el último punto, las medidas lucen antipáticas para un Gobierno con sesgo popular. Cuál será el camino que tomará, o la combinación que elija, debería quedar plasmada el 15 de septiembre cuando se conozca la Ley de Presupuesto.
Pero más allá de este fenomenal esfuerzo que intentará hacer el Gobierno en materia fiscal, será necesario todavía conseguir financiamiento. A pesar de estar en un mundo donde sobra liquidez, nuestro país difícilmente acceda a mercados externos.
La solvencia de Argentina, aun con el canje “exitoso” de su deuda, seguirá puesta en dudas, principalmente porque el cupón promedio que deberá pagar la nueva deuda (3,07%) todavía se ubica bien por encima de la tasa de crecimiento promedio de la economía durante la última década (1,3% anual).
En este contexto, Argentina seguirá teniendo dos alternativas para financiar el déficit fiscal: a través del señoreaje, la emisión directa; o vía financiamiento en el mercado doméstico.
La herencia que recibió Cambiemos era la de un país desendeudado; la que dejó fue la de un país sin pesos, una plaza seca. Y, en parte, esa escasa liquidez es la que está permitiendo que la emisión monetaria sea absorbida mediante el aumento de la demanda de pesos. Pero gran parte de esta herencia ya se consumió y difícilmente se pueda seguir utilizando esta única herramienta.
Impacto. Hay al menos tres señales que indicarían que la posibilidad de recurrir a la emisión sin costos se está agotando: el aumento de los pasivos remunerados del BCRA (que treparon a niveles de una base monetaria e implican una emisión endógena por intereses), la magnitud de la brecha cambiaria (que se consolida en niveles del 80%) y la persistente pérdida de reservas internacionales vía compra de divisas (que sumó US$ 1.100 millones en el último mes, US$ 2.300 millones en los últimos 5 meses).
Es la cuestión fiscal es la que está dando origen al descontrol de la política monetaria y cambiaria. La primera está atada en este problema, es un apéndice de la política fiscal, es un régimen de dominancia fiscal; pero la segunda, la cambiaria, podría encontrar algún espacio para mejorar, aun en este contexto.
El Gobierno ha logrado mantener el tipo de cambio que heredó de la gestión anterior mediante un esquema riguroso de crawling peg. De hecho, el dólar, ajustado por inflación, conserva los valores heredados de la gestión anterior. Sin embargo, lo hace en un nivel que no luce como el adecuado dada la productividad de nuestro país.
El crecimiento de la presión tributaria (9 puntos de PBI en 20 años) obliga a contar con tipo de cambio más alto para poder competir a nivel internacional. Corrigiendo por esta cuestión, se observa que el tipo de cambio real al dólar oficial luce atrasado (apenas 25% superior a dic-01) y al paralelo, que no es percibido por el sector privado transable, no está en niveles excesivamente altos (en línea con los que mantenía la economía en 2003-2005 con R. Lavagna como ministro).
Con una economía ahogada y un sector público sin herramientas, es necesario un tipo de cambio real más alto para darle posibilidades al sector privado de recuperar los motores de crecimiento, el de las exportaciones y la inversión, quitándole así presión al sector público como único comandante de la recuperación.
Los costos de devaluar son conocidos, pulverización del salario y dinámica inflacionaria que se acelera en esa tensión por tener un tipo de cambio real más alto, pero también es cierto que parte de esos costos ya están siendo pagados y los beneficios no apropiados.
En este sentido, nos encontramos en el peor de los mundos. El salario medido en dólares al contado con liquidación en los últimos tres años acumuló una caída similar a la de salida de la Convertibilidad (-70%), pero, aun cuando ya hemos pagado el costo de la devaluación en el salario, las empresas no pueden todavía apropiarse de ese “beneficio”.
Sobre la dinámica inflacionaria, no devaluar implica retrasar el problema. La emisión excesiva actual tratando de acelerar la actividad vía la pata fiscal llevará a inflación futura.
La tensión cambiaria, hoy en primera plana nuevamente, no refleja solo un desequilibrio financiero, sino también real. Corregir la cuestión cambiaria, para que el sector privado se pueda apropiar los de los beneficios que implica tomar como referencia el dólar paralelo, es otro desafío que deberá sumar el Gobierno. Deberá afrontarlo más temprano que tarde. Sostener esa corrección y no ceder a la tentación de recurrir a la apreciación cambiaria como política de ingresos podría significar empezar a sentar las bases para un crecimiento más sano y sostenido en el futuro.