Hace poco más de un año hablé acá de Walker Percy, novelista católico sureño y uno de mis favoritos. Para quienes quieran recurrir a Google, la columna se llamaba “El rol del intelectual en el fin del mundo”. La de hoy se podría llamar “El rol del intelectual en el origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral”, pero seguro que no entra, y además suena espantoso.
En 1993, antes de casarse y mudarse a Nebraska, donde ahora enseña literatura victoriana, Laura Mooneyham estaba en un café de San Antonio, Texas, con el libro de Julian Jaynes en una mano y una novela de Percy en la otra, pensando: “Estos tipos dicen lo mismo. ¿Se conocerán?”. En sus dos libros de no-ficción y en varias de sus novelas, Percy había desarrollado una teoría aparentemente original según la cual la experiencia humana había sido, hasta hace relativamente poco, preconsciente. No nombraba a Jaynes en ningún lado.
Laura Mooneyham decidió llamar por teléfono a Jaynes, en Inglaterra, para preguntarle. Percy le quedaba más cerca, pero no le podía preguntar porque ya se había muerto. Jaynes confirmó que no tenía idea de quién era Percy. Mooneyham se puso a escribir sobre las coincidencias que había descubierto y después publicó un paper académico, del que no se enteró nadie. Lo quiero rescatar hoy porque en él confluyen muchos temas y personajes de los que venimos hablando acá. Tantos, que le voy a poner un asterisco a cada uno.
Me gustaría esbozar antes la teoría de Percy*, pero es inabordable. Si les interesa, lean Mensaje en una botella. Es más difícil que Lacan*, pero está bien escrito y es mucho más divertido. Percy –como Lacan– considera al lenguaje como elemento central en la constitución del yo (aunque la idea de lo simbólico difiere en ambos) y concluye –como Jaynes*–, que si el lenguaje es un fenómeno reciente, la conciencia también. Tanto Jaynes como Percy intuyen, naturalmente, que podría haber vestigios de aquel pensamiento primitivo en la vida moderna. Jaynes cita como ejemplos residuales de la mente bicameral: los milagros, la posesión diabólica, las hadas*, el Papa*, la poesía* y la esquizofrenia*.
Todos los personajes de nuestra historia tienen su archienemigo, y el de Jaynes es W.T. Jones, un filósofo que lo perseguía por universidades y conferencias para obligarlo a desdecirse. Para Jaynes las alucinaciones auditivas, muy comunes, no podían ser otra cosa que “recaídas” a un estadio de la mente primitiva. Pero Jones lo acusa de suscribir a la tesis de otro amigo nuestro, R.D. Laing*, “según la cual los esquizofrénicos son los únicos sanos en un mundo enfermo. Para Jaynes sería mejor si todos ‘volviéramos’ a ser esquizofrénicos.”
Jones es, por supuesto, un exaltado, y Jaynes no dice nada semejante. Pero el que sí lo dice, curiosamente, es Bob Comeaux, el villano de El Síndrome de Tánatos, una novela de Percy. Comeaux lidera una conspiración de científicos malignos que adulteran el agua corriente para suprimir las funciones de la corteza prefrontal del cerebro*. La idea de Comeaux es que esta lobotomía química masiva terminará con todos los males de este mundo, que son producto de la conciencia, esa aberración evolutiva. Los resultados son horribles, y no se parecen en todo al kirchnerismo (porque Percy es católico y le preocupa más si la gente coge). Pero sí se parecen en algo muy importante: los lobotomizados de Comeaux pierden la capacidad de usar el lenguaje: cuando “piensan” dicen cosas sin sentido, y para obtener cosas simples reducen el idioma al mínimo posible. “Más bananas.”
Comeaux, con un cinismo propio de Alejandro Piscitelli, se jacta de haber conseguido instaurar esa incapacidad. Le dice al protagonista: “Estos pibes ya están de vuelta, están más allá de Star Wars o la historietas; están en la comunicación gráfica y binaria. Lo cual por otra parte es mucho más preciso que ‘había una vez una reina mala’.”
A “reina mala” también le ponemos asterisco: (*).
*Escritor y cineasta.