“Cada cual, de acuerdo con la idea que tiene de sí mismo, elige su pasado”.
Raymond Aron
Cuando al profesor Bruce Ackerman se le ocurrió que era una buena idea sostener teóricamente la relevancia del diálogo para las sociedades que viven al abrigo de constituciones liberales sabía que iba a tener que lidiar con algunos argumentos contrarios.
A finales de la década de los 80 del siglo pasado, las cuestiones de género empezaban a surgir con potencia, tanto como las temáticas identitarias y ciertas miradas comunitaristas del orden social que juzgaban los criterios dialógicos propios del liberalismo como una ingenuidad irremediable o como una perversidad imposible. La tendencia esencialista de estos movimientos y la radicalización de algunos de sus tópicos centrales terminaron por generar una suerte de superioridad moral en sus argumentos que han servido para tensionar la conversación pública hasta ponerla en jaque.
No podía prever Ackerman ni la fuerza que esas ideas iban a terminar alcanzando ni, mucho menos, que iban a encontrar en los populismos un vehículo político tan poderoso. Ni siquiera él, agudo analista que ha mezclado la filosofía del derecho con la ciencia política con elocuencia, podría haber imaginado que el maridaje entre la hinchazón identitaria y el populismo se enseñorearan lo suficiente como para recortar los marcos de la racionalidad instrumental.
En estas últimas semanas, se han dado en nuestro país algunas discusiones, alentadas por la sociedad civil y por dirigentes políticos importantes, centradas en la necesidad de establecer un diálogo orgánico entre diferentes actores sociales y políticos que permita llegar a acuerdos básicos y fundamentales. Hay una evaluación histórica para hacer de esta iniciativa, pero lo dejamos para los especialistas para poder fijar el objetivo en la política.
No es difícil adivinar los motivos a este llamamiento. El tamaño de la crisis que se avecina, agravada por la imparable interna de poder que reina en el oficialismo, hace que, por razones ligadas a la responsabilidad, la oposición y algunos sectores de la sociedad civil se activen intentando dar previsibilidad al escenario político futuro, cuidando incluso de la propia legitimidad del Presidente. No es una mala caracterización política plantear que si la crisis económica se muestra en toda su crueldad tras la pandemia, los problemas internos de un gobierno bicéfalo podrían arrasar la legitimidad presidencial y se terminaría generando una crisis política de consecuencias imposibles de ver con exactitud.
Pero más allá de las entendibles motivaciones para este tipo de convocatoria, cabe preguntarse cuánto hay de buen diagnóstico en estos pedidos de diálogo y acuerdo y si responden a una buena identificación del momento político.
Los diálogos y los acuerdos no pueden ser compulsivos y por buenas que sean las intenciones no pueden darse con un solo participante. La pregunta resulta obvia: ¿Es posible dialogar con quien no quiere dialogar?
La oposición, si es capaz de asumir algunos riesgos, tiene hoy una oportunidad muy interesante
Las respuestas oficialistas no son explícitas, pero sí son contundentes. Pese a los esfuerzos de buena parte de la prensa y de los analistas políticos, la versión moderada de Alberto Fernández no aparece y no hay diferencias explícitas con los vectores más fuertes del kirchnerismo clásico. La anatemización del mensaje del otro, la asimilación de la opinión ajena como un discurso de odio y la idea de confrontación permanente son la marca simbólica más importante de este gobierno, así como lo fueron en el anterior ciclo populista. La autonomización de la realidad y el desapego por los datos, sumada a la voluntad de imposición y de control y la absoluta falta de vocación por acordar cualquier política pública son muestras del autocentramiento y de la falta de interés del Gobierno por establecer una relación con la oposición.
Dentro de la misma lógica funcionan la falta de coordinación con otros espacios políticos para lidiar con algo tan complejo como la pandemia, los exabruptos al que son sometidos quienes proponen alternativas a una cuarentena que ahoga la economía y la psiquis de las familias y la implantación de la estrategia del miedo, atribuyéndole a cualquiera que diga algo distinto una desaprensión y hasta un solaz con las muertes por Covid.
El escenario político argentino permite pensar en casi cualquier alternativa menos en la del diálogo. Si hacen falta más datos, esta semana y en medio del pico de contagios tras 130 días de cuarentena, el Gobierno presenta una reforma judicial sin presencia de la oposición e intenta imponer en el Parlamento la discrecionalidad del Ejecutivo para asignar las partidas presupuestarias a las universidades nacionales, violando la autonomía y quitándole al Congreso esa facultad.
Teniendo en cuenta las actitudes del Gobierno, pedirle diálogo es confiar en que el escorpión va a ayudarnos a llegar a la otra orilla sin picarnos, como si pudiera traicionar su propia naturaleza.
Al contrario de lo que pareciera a simple vista, la delimitación de este escenario no es un gesto de derrota sino de realismo político. Conocer los límites hace posible removerlos. La oposición, si es capaz de asumir algunos riesgos, tiene hoy una oportunidad muy interesante. Es cierto que la democracia necesita de diálogo para vivir y hacerse fuerte, y también es cierto que ese diálogo es imposible con el actual oficialismo. La opción más creativa que tiene la oposición es ampliar la conversación con la ciudadanía y con la sociedad civil. Los espacios de colaboración que forman el entramado de una democracia intensa deben buscarse con la ciudadanía para ampliar todo lo posible lo que pueda pensarse y lo que pueda decirse en la Argentina. Es una tarea cultural profunda porque entraña la construcción de un lenguaje común que ha sido intencionalmente desarmado. La restitución del diálogo no va a darse con quienes lo niegan pensando únicamente en sus propios intereses y lo necesitamos tanto como el agua o la racionalidad.