El vehículo Transporter de Volkswagen, conocido popularmente como Combi o Kombi, se creó con el fin de ofrecer un utilitario que cubriera las necesidades de la pequeña empresa en los tiempos de la posguerra europea, pero la combi cruzó el Atlántico y en Estados Unidos su imagen de marca se convirtió en un símbolo del movimiento hippie primero y de la generación garaje después, entre quienes estaban William Hewlett, David Packard y Steve Jobs.
La combi dejó de ser un transporte cómodo y barato y se convirtió en un vehículo de imagen libre, emprendedora y progresista.
Julio Cortázar poseía una combi de color rojo a la que llamaba dragón. “Lo del dragón viene de una antigua necesidad”, escribe Cortázar, “casi nunca he aceptado el nombre de las cosas”. En el verano de 1972, Cortázar se fue con su combi a Provenza con la intención de corregir las pruebas de la novela Libro de Manuel. Mientras estaba entregado a esa tarea, anotaba incidencias y reflexiones que iban surgiendo en medio del trabajo en un breve cuaderno. En un momento dado, surge la necesidad de hablar de su vehículo, es decir, del dragón, y escribe: “En dos o tres horas me hice amigo del dragón, le dije claramente que para mí cesaba de llamarse Volkswagen, y la poesía como siempre se mostró puntual porque cuando fui al garaje donde tenía que instalar la placa definitiva y además la inicial del país en que
vivo, me bastó ver al mecánico pegándole una gran F en la cola para confirmar la verdad; desde luego que a un mecánico francés no se le puede decir que esa letra no significa Francia sino Fafner, pero el dragón lo supo y de vuelta me demostró su alegría subiéndose parcialmente a la acera con particular espanto de una señora cargada de hortalizas”.
Cortázar pone en marcha una operación de identidad lógica: proyecta su visión del mundo sobre el objeto y lo incorpora a su relato personal. El sistema de consumo en el que estamos inmersos opera a la inversa: la marca llega cargada con una experiencia propia en cuya narración se pretende que flotemos como sujetos anónimos, ya que la identidad corre por cuenta de la marca. La posesión de un iPhone de Apple, cuya última versión cuesta unos 1.400 dólares, por ejemplo, identifica al propietario con un discurso construido previamente por el marketing, y es ese relato el espacio que cede el sujeto, un espacio que en lo superficial es escénico, pero en lo intrínseco es ontológico porque atañe a su ser.
Luciano Benetton ha vuelto a llamar a su histórico creativo, el fotógrafo Oliviero Toscani, quien ha regresado a la marca casi dos décadas después de trabajar en campañas de fuerte carga social para
Benetton. Sin tanta agresividad ni espectacularidad como en aquellas imágenes en las que se veía a un enfermo terminal de sida rodeado por su familia, ahora Toscani, a través de una mirada naïf, reúne a una treintena de escolares de diferentes etnias en una clase para sublimar multiculturalismo e integración. Si Benetton siguiera el criterio de marketing de las dos últimas décadas del siglo pasado, debería reproducir la imagen de Aylan Kurdi, el niño kurdo-sirio de tres años que en 2015, víctima de un naufragio, apareció muerto a orillas de una playa de Turquía y que en la foto que se viralizó en las redes es llevado en brazos por un agente. (También cabe preguntarse por qué entre los veintiocho pequeños del retrato escolar no identificamos a ningún niño mapuche.)
El propio Luciano Benetton, en una reciente entrevista para la agencia EFE, aclara dudas: “No vendo ropa en mis campañas, sino una ideología. Si hiciéramos publicidad sobre el producto, llegaríamos a un público limitado. En cambio, así logramos un impacto mucho mayor”.
Fafner, siguiendo la leyenda que narra El anillo de los nibelungos, fue enano antes que dragón, experimentando la metamorfosis después de matar, junto a su hermano, a su padre para robarle el oro. El dragón de Cortázar, quizás herbívoro, solo inquieta a caminantes cargados de hortalizas.
*Escritor y periodista.