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El error, el error, el error

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Todo error abre un mundo y todo desvío es señal de una nueva aventura. Esta afirmación podrían suscribirla los peores escritores del mundo y la firmó con su cuerpo hecho de letras el excelso don Quijote.

En estos días llenos de sadismo y delirio, estuve esperando la oportuna resurrección conspirativa de alguna organización terrorista mapuche-palestino-kurdo-venezolana-cubana-austrohúngara, provista de boleadoras y serruchos como pretexto para apalear jubilados, pero como esta el gobierno se la perdió, me distraje con un oportuno texto de Agamben, Teología y lenguaje (cuyo subtítulo, Del poder de Dios al juego de los niños, cae de maduro para definir los imaginarios de Onán en el forzado cielo de este gobierno), me leí de un tirón La lengua en el capitalismo. Tres momentos, publicada por mi colega columnista Damián Tabarovsky, el perfecto cazafantasmas entre las sábanas de la vanguardia, y caí sobre los Diálogos de Borges y Ferrari, edición definitiva.

Y ahí encontré la mayor de las delicias: Borges está citando la famosa frase  “Los dioses traman desventuras para que las generaciones venideras tengan algo que cantar”, y en el momento de la atribución, donde debería decir “Homero”, se lee “Hornero”. El error es infinitesimal, puede saltar a la vista de cualquier corrector, si arrimás apenas la “r” a la “n”, tenés una “m”.

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Pero en ese error minúsculo habita un mundo de belleza. El modo en que un hornero puede tramar divinamente el fin del mundo para cantarlo en su cuevita. O cualquier otra interpretación menos aciaga que pueda aportar el lector.