James Bond no es Ulises, es Aquiles. Su modelo no proviene de La Odisea sino de La Ilíada, ya que sus tramas se mueven a través de las innumerables luchas cuerpo a cuerpo que mantiene con todo tipo de enemigos. Como Ulises, que atraviesa un mar de sortilegios para llegar a Itaca, Bond va de un sitio a otro, pero luchando a brazo partido como pasaporte narrativo en una suerte de épica kitsch cuyo único dios es Su Majestad, quien, como toda una deidad fue invisible hasta la noche inaugural de los Juegos Olímpicos de 2012 en Londres.
La saga fílmica de Bond comienza en 1964 con Dr. No, interpretado por Sean Connery, quizás el único agente 007 ya que la impronta que le dio al personaje el actor escocés, convirtió su matriz kitsch en meras evocaciones todas las versiones que le siguieron incluyendo la de Daniel Craig, el actual Bond y acompañante de Isabel II en el estadio olímpico.
Sean Connery compuso un Bond que anteponía la eficacia del agente secreto implacable a la frivolidad del bon vivant, pero era capaz de invertir los términos sin que el personaje, líquido de por sí, sufriera alteraciones en su identidad. En Dr. No se mantiene firme en su rol de agente intentando desentrañar una trama en Jamaica, y en la segunda incursión, en Desde Rusia con amor, el Bond seductor y lúdico se impone al agente serio, sin que se desdibuje el personaje en la piel de Connery.
En virtud del éxito arrasador se suceden varias películas a lo largo de aquella década, hasta que en 1969, Connery es sustituido por el actor australiano George Lazenby en Al servicio secreto de Su Majestad y la serie da un giro. Lazenby compone a un Bond cercano a la comedia, que incluso llega a enamorarse y protagonizar escenas románticas en este film que tiene un sorprendente formato de videoclip. Las escenas están inspiradas, sin duda, en el cine de Richard Lester, director de las películas de The Beatles y creador de ese estilo en aquellos años. Descartado Lazenby al año siguiente vuelve Connery para rodar un solo film más como Bond, al que no volverá a encarnar hasta muchos años después, siendo ya un actor maduro. Luego de este primer período de vida de 007, se hace cargo del personaje un actor que era un ícono kitsch en sí mismo: Roger Moore. A partir de aquí, James Bond se convierte en una copia, una reproducción torpe del original que dibujó Connery. Si tenemos en cuenta que James Bond es un héroe kitsch por antonomasia, observar cómo se potencia y carga ese carácter es una operación similar a la de imaginar una de las reproducciones de La Gioconda de Andy Warhol intervenida posteriormente por Marta Minujín. A eso llega Moore con su Bond. Después de siete películas, la misma cantidad que protagonizó Connery, hay un lapsus a finales de los 80 con el actor Timothy Dalton, quien en dos films intenta construir a un Bond cercano, sentimental, al que casi le cuesta llevar un arma, y a partir de aquí, en 1995, aparece Pierce Brosnan y con él un nuevo tiempo en la carnadura de 007. Se diría que con la caída del Muro de Berlín y la llegada de nuevos tiempos con el proclamado fin de la historia, Bond necesita para vivir lo que antes despreciaba: seriedad, dureza, sangre fría e insensibilidad.
Cuando en 2006 James Bond pasa a ocupar el cuerpo de Daniel Craig, su actual intérprete, el rictus impasible de Pierce Brosnan se radicaliza aún más. Craig lo lleva al mismo límite en el que Sergio Leone ponía a sus héroes del western, como el inolvidable Blondie que interpretaba Clint Eastwood en El bueno, el malo y el feo. De esta manera regresamos al western y con él seguimos en el kitsch, ya que como decía Juan José Saer, ni bien suena la música sinfónica en un western estamos delante del elemento anacrónico que lo define. Como la reina Isabel II, aquella noche de 2012 en Londres, quien junto con Bond se lanza desde un helicóptero sobre el estadio ante una multitud que quiere creer que los ve flotar colgando de sus paracaídas bajo un cielo cubierto de incertidumbre.
*Periodista y escritor.