Una cosa es evidente: con el triunfo electoral de Cambiemos la política argentina pisó por fin el umbral del siglo XXI. De la noche a la mañana, abruptamente, una vieja concepción de la política que predominó durante estos últimos doce años, pasó a segundo plano. Concepción de la política que la identifica con el conflicto, con la lucha encarnizada entre bandos opuestos e inconciliables; concepción, en fin, que confunde la política con la guerra y, para colmo de males, con la Guerra Civil.
Esa concepción tuvo su justificación relativa durante el siglo
XX, signado por la criminalidad totalitaria, fruto de los estertores de una política alimentada secretamente por la teología, en su forma degradada de ideología. Con la caída del comunismo –no solamente en la Unión Soviética– los experimentos totalitarios de corte europeo-occidental se agotaron. Tal circunstancia abre para la política, acaso por primera vez en siglos, la posibilidad cierta de recuperar creadoramente su esencia, su formato clásico, que estriba en el diálogo, la negociación, los acuerdos, los consensos, con la finalidad de reducir así los malos encuentros, en pos de una convivencia armónica y –dentro de lo humanamente razonable– feliz. Se
verá que distingo con nitidez lo viejo de lo clásico. Lo viejo es lo ocasional que ha perdido vigencia, lo clásico es imperecedero.
¿Comprenderá el nuevo gobierno la oportunidad inédita que se le ofrece? ¿Se atreverá a emprender el camino de una política desembarazada de la ideología, pero no por ello de las ideas y reducida a la mera gestión, por más necesaria que sea? Signos favorables no faltan, aunque cualquier respuesta sería prematura.
Entretanto, ¿qué pasará con el peronismo, empantanado durante más de una década en esa vieja concepción de la política que Perón ya rechazaba en 1949? Si desea estar a la altura de las circunstancias, es decir, acceder a la política del siglo XXI, lo primero es deshacerse cuanto antes del kirchnerismo, cosa que quizá no será tan fácil como algunos creen. Mucho dependerá también de factores hasta cierto punto ajenos, como ser el éxito o el fracaso del gobierno de Macri, la actitud que asuma el Poder Judicial ante las denuncias innumerables que comprometen a los personajes más notorios del kirchnerismo y otros imponderables. Pero a su vez del coraje y la intransigencia que ostenten los principales políticos peronistas para apartar definitivamente el mal.
Es manifiesto que en el peronismo se gesta una segunda “renovación”, pero me temo que se limite a reconocer que “no hemos sido suficientemente republicanos” y cosas por el estilo. Muchachos, con eso no alcanza. Las constantes desviaciones que ha sufrido el peronismo desde la desaparición de su líder, los gobiernos en el mejor de los casos mediocres que ha ejercido desde 1983 hasta la fecha y la larga lista de despropósitos que podrían añadirse, ameritan una autocrítica mucho
más profunda.
Recién distinguí lo viejo de lo clásico. Se trata pues, por una vez, de volver a las fuentes. El proyecto político del peronismo es la Comunidad Organizada que –como he dicho y escrito mil veces– no es una ideología sino la propuesta de construir un orden social dónde se pueda vivir pacífica y armoniosamente. El anhelo es tan antiguo como la República de Platón, de la cual la Comunidad Organizada es una réplica adecuada a los tiempos modernos. En cambio, la dirigencia política del peronismo –o que opera en su nombre– optó por adherir irreflexivamente a ideologismos precarios tal como fueron el neoliberalismo de los 90 o el populismo progresista de los 2000.
De lo que suceda con el gobierno de Cambiemos, pero también de la eliminación del kirchnerismo y de la profundidad que alcance el debate en el seno del peronismo dependerá que éste se ponga en condiciones de afrontar los desafíos que le plantea la política del siglo XXI.
*Filósofo.