Daniel Guebel tiene fama de orientalista porque algunas de sus novelas transcurren en territorios exóticos. Pero El Rey y el filósofo es tal vez la más exótica de todas, aunque sucede en el corazón de Occidente y sus protagonistas son Luis XIV y Gottfried Leibniz, reunidos en la ocasión de la visita a Francia del filósofo a quién el rey convierte en un interlocutor cada vez más imprescindible. Nada de esto tiene el menor sustento histórico. O solo un poco: en 1672, Leibniz viajó a París enviado por el elector de Maguncia para convencer a los franceses de que invadieran Egipto y, al usar sus ejércitos con esos fines, aliviaran la presión sobre el Imperio Romano-Germánico, temeroso de una invasión de sus eternos enemigos. No hay constancia de que Leibniz alcanzara a presentar el plan al rey, ni siquiera a su ministro de relaciones exteriores.Pero Guebel, en un golpe de genio, hace que la estadía de Leibniz en París entre 1672 y 1676, que éste dedicó a perfeccionar sus conocimientos matemáticos y a alternar con los filósofos, científicos y artistas de la época, empiece como una adicción al opio y se convierta luego en un minué diplomático y cortesano, en una disputa entre dos egos colosales hasta derivar en una relación en la que el Rey Sol utiliza al filósofo como un confesor de sus inquietudes políticas, estéticas, amorosas y médicas, historias que se van contando como una novela epistolar que se mezcla con los diarios de los personajes, que también aparecen y desaparecen.
Pero poco importa qué es lo que sucede entre el rey y el filósofo, dos intrigantes y tramposos en la realidad y en la ficción. Lo extraordinario de esta novela demente es que Guebel habla desde el yo de los personajes, especialmente desde la conciencia de Luis XIV, al que convierte en un muñeco de ventrílocuo que emite sus propios pensamientos (los de Guebel) en su castellano argentino, en un idioma entre erudito y lunfardo cargado de todas las ideas que se le ocurren al pasar: Luis le discute a Leibniz su famosa idea del mejor de los mundos posibles, le grita que el alemán es un mal dialecto del yiddish, le da órdenes para que lo acompañe en sus paseos y sus banquetes, le promete que va a decidir sobre la suerte del proyecto egipcio y la demora eternamente solo para disfrutar de su compañía y hacerle burla al pensador, abrumándolo con sus proyectos megalómanos, con sus chistes porteños, con sus exhortaciones a que no sea tan solemne “La vida puede ser extensa y monótona, en cambio el diálogo debe ser interesante”. Pero Leibniz, injustamente calumniado por Newton y escarnecido en el Cándido de Voltaire, esa novela tan sobrevalorada, se defiende a su manera.
El Rey y el filósofo viaja a la velocidad supersónica que le imprime un escritor tan soberano sobre la lengua, tan libre con el pensamiento y tan decidido a emplear la voluntad de poder como su Luis XIV, un escritor que solo habla su idioma natal, pero se hace cargo del esperanto del universo y del ruido del pasado imaginando episodios a partir de cualquier dato encontrado en internet. Escrita con un buen humor arrollador (no siempre escribió así Guebel), la novela es la prueba de que el mundo de la literatura se puede dominar desde Buenos Aires y de que no es necesario hablar de gauchos, para ser el más argentino de los novelistas.